Las hijas del rey del pantano

de Hans Christian Andersen



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Las cigüeñas cuentan muchísimas leyendas a sus pequeños, y todas ellas suceden en el pantano o el cenagal. Generalmente son historias adaptadas a su edad y a la capacidad de su inteligencia. Las crías más pequeñas se extasían cuando se les dice: «¡Cribel, crabel, plurremurre!». Lo encuentran divertidísimo, pero las que son algo mayores reclaman cuentos más importantes, y sobre todo les gusta oír historias de la familia. De las dos leyendas más largas y antiguas que se han conservado en el reino de las cigüeñas, todos conocemos una, la de Moisés, que, abandonado en las aguas del Nilo por su madre, fue encontrado por la hija del faraón. Se le dio una buena educación y llegó a ser un gran personaje, aunque nadie conoce el lugar de su sepultura. Pero esta historia la sabe todo el mundo.

La otra apenas se ha difundido hasta la fecha, acaso por tener un carácter más local. Durante miles de años, las cigüeñas se la han venido transmitiendo de generación en generación, cada una contándola mejor que la anterior, y así nosotros damos ahora la versión más perfecta.

La primera pareja de cigüeñas que la narró, y que había desempeñado personalmente cierto papel en ella, tiene su residencia veraniega en la casa de madera del vikingo, en el pantano de Vendsyssel. Está en el departamento de Hjörring, cerca de Skagen, en Jutlandia, para expresarnos científicamente. Todavía hoy existe allí un pantano enorme, según puede comprobarse leyendo la geografía de la región. Dicen los libros que en tiempos muy remotos aquello era el fondo del mar, que luego se levantó. Se extiende millas y millas en todas direcciones, rodeado de prados húmedos y de suelo movedizo, con turberas, zarzales y árboles raquíticos. Casi siempre flota sobre él una densa niebla, y setenta años atrás se encontraban aún lobos en aquellos parajes. Tiene bien merecido el nombre de «Pantano salvaje», y es fácil imaginar lo inaccesible que debió de ser hace mil años, todo él lleno de ciénagas y lagunas. Cierto que, mirado en conjunto, ya entonces ofrecía el aspecto actual: los cañaverales tenían la misma altura, con las mismas largas hojas y las flores de color pardomorado. Crecía, lo mismo que hoy, el abedul de blanca corteza y finas hojas sueltas y colgantes. Y en cuanto a los animales que moraban en la región, diremos que la mosca llevaba, su vestido de tul de idéntico corte que ahora, y que el color de la cigüeña era blanco y negro, con medias rojas. En cambio, el atuendo de los hombres era de distinto modelo que el nuestro. Eso sí, los que se aventuraban en aquel suelo pantanoso, ya fuesen siervos o cazadores libres, acababan hace mil años tan miserablemente como en nuestros días: quedaban presos en el fango y se hundían en la mansión del rey del pantano, como era llamado el personaje que reinaba en el fondo de aquel gran imperio. Aunque lo llamaban Rey del pantano, a nosotros nos parece más apropiado decir Rey de la ciénaga, que era el título que le daban las cigüeñas. De su modo de gobernar muy poco se sabía, y tal vez sea mejor así.

En las proximidades del pantano, junto al fiordo de Lim, se alzaba la casa de madera del vikingo, con bodega de mampostería, torre y tres pisos. En el tejado, la cigüeña había establecido su nido, donde la madre empollaba tranquilamente sus huevos, segura de que los pequeños saldrían con toda felicidad.

Un anochecer, el padre llegó a casa más tarde que de costumbre, desgreñado y con las plumas erizadas. Venía muy excitado.

-Tengo que contarte algo espantoso -dijo a su esposa.

-¡No me lo cuentes! -replicó ella-. Piensa que estoy incubando. A lo mejor recibo un susto, y los huevos lo pagarían.

-Pues tienes que saberlo -insistió el padre-. Ha llegado la hija de aquel rey de Egipto que nos da hospedaje. Se ha arriesgado a emprender este largo viaje, y ahora está perdida.

-¿Cómo? ¿La de la familia de las hadas? ¡Cuéntame, deprisa! Ya sabes que no puedo sufrir que me hagan esperar cuando estoy empollando.

-Pues la niña ha dado fe a lo que dijo el doctor y que tú misma me explicaste. Que la flor de este pantano podía curar a su padre enfermo, y por eso se vino volando en vestido de plumas, acompañada de las otras dos princesas, vestidas igual, que todos los años vienen al Norte para bañarse y rejuvenecerse. Ha llegado y está perdida.

-Cuentas con tanta parsimonia -dijo la madre cigüeña-, que los huevos se enfriarán. Estoy impaciente y no puedo soportarlo.

-He aquí lo que he visto -prosiguió el padre-. Cuando me hallaba esta tarde en el cañaveral, donde el suelo es bastante firme para sostenerme, llegaron de pronto tres cisnes. En su aleteo había algo que me hizo pensar: «Cuidado, ésos no son cisnes de verdad; de cisnes sólo tienen las plumas». En estas cosas, a nosotros no nos la pegan. Tú lo sabes tan bien como yo.

-Desde luego -respondió ella-. Pero háblame de una vez de la princesa. ¡Dale que dale con los cisnes y sus plumas! 



-Como sabes muy bien, en el centro del cenagal hay una especie de lago -prosiguió la cigüeña padre-. Si te levantas un poquitín, podrás ver un rincón de él. Allí, en el suelo pantanoso y junto al cañaveral, crece un aliso. Los tres cisnes se posaron en él y miraron a su alrededor aleteando. Uno de ellos se quitó la piel que lo cubría, y entonces reconocí a la princesa de nuestra casa de Egipto. Se sentó, sin más vestido que su larga y negra cabellera. La oí decir a sus dos compañeros que le guardasen el plumaje, mientras ella se sumergía en el agua para asir la flor que creía ver desde arriba. Los otros asintieron con un gesto de la cabeza y se elevaron por los aires, llevándose el vestido de plumas. «¿Qué se llevan entre manos?», pensé yo, y probablemente la princesa pensaría lo mismo. La respuesta me la dieron los ojos, y no los oídos: se remontaron llevándose el vestido de plumas mientras gritaban: «¡Échate al agua! Nunca más volarás disfrazada de cisne, ni volverás a ver Egipto. ¡Quédate en el pantano!». Y diciendo esto, hicieron mil pedazos el vestido de plumas y lo dispersaron por el aire como si fuesen copos de nieve. Luego, las dos perversas princesas se alejaron volando.

-¡Es horrible! -exclamó la cigüeña madre-. ¡No puedo oírlo...! Pero sigue, ¿qué sucedió después?

-La princesa se deshacía en llanto y lamentos. Sus lágrimas caían sobre el aliso, el cual de pronto empezó a moverse, pues era el rey del cenagal en persona, el que vive en el pantano. Vi cómo el tronco giraba y desaparecía, y unas ramas largas cubiertas de lodo se levantaban al cielo como si fuesen brazos. La pobre niña, asustada, saltó sobre la movediza tierra del pantano. Pero si a mí no puede sostenerme, ¡imagina si podía soportarla a ella! Se hundió inmediatamente, y con ella el aliso; fue él quien la arrastró. En la superficie aparecieron grandes burbujas negras, y luego desapareció todo rastro. Ha quedado sepultada en el pantano, y jamás volverá a Egipto con la flor. ¡Se te hubiera partido el corazón, mujercita mía!

-¿Por qué vienes a contarme esas cosas en estos momentos? Los huevos pueden salir mal parados. Sea como fuere, la princesa se salvará; alguien saldrá en su ayuda. Si se tratase de ti o de mí, la cosa no tendría remedio, desde luego.

-Sin embargo, iré todos los días a echar un vistazo -dijo el padre, y así lo hizo.

Durante mucho tiempo no observó nada de particular. Mas un buen día vio que salía del fondo un tallo verde, del cual, al llegar a la superficie del agua, brotó una hoja, que se fue ensanchando a ojos vistas. Junto a ella se formó una yema, y una mañana en que la cigüeña pasaba volando por encima, vio que, por efecto de los cálidos rayos del sol, se abría el capullo, y mostraba en su cáliz una lindísima niña, rosada y tierna como si saliera del baño.

Era tan idéntica a la princesa egipcia, que la cigüeña creyó al principio que era ella misma vuelta a la infancia. Mas pensándolo bien, llegó a la conclusión de que debía ser hija de ella y del rey del pantano. Por eso estaba depositada en un lirio de agua.

«Aquí no puede quedarse -pensó la cigüeña-. En mi nido somos ya demasiados, pero se me ocurre una idea. La mujer del vikingo no tiene hijos, y ¡cuántas veces ha suspirado por tener uno! Dicen de mí que traigo los niños pequeños; pues esta vez voy a hacerlo en serio. Llevaré la niña a la esposa del vikingo. ¡Qué alegría tendrá!».

Y la cigüeña asió la criatura y se echó a volar hacia la casa de madera. Con el pico abrió un agujero en el hueco de la ventana y depositó la pequeñuela en el regazo de la mujer del vikingo. Seguidamente, regresó a su nido, donde explicó a madre cigüeña lo sucedido. Las crías escucharon también el relato, pues eran ya lo bastantes crecidas para comprenderlo.

-¿Sabes? la princesa no está muerta. Ha enviado arriba a su hijita, y ella habita allá abajo.

-¿No te lo dije yo? -exclamó mamá cigüeña-. Pero ahora piensa en ocuparte un poco de tus propios hijos. Se acerca el día de la marcha. Siento ya una especie de cosquilleo debajo de las alas. El cuclillo y el ruiseñor han partido ya, y, por lo que oigo, las codornices pronostican un viento favorable. O mucho me engaño, o mis hijos están en disposición de comportarse bravamente durante el viaje.

¡Qué alegría la de la mujer del vikingo cuando, al despertarse por la mañana, encontró a la hermosa niña sobre su pecho! La besó y la acarició, pero ella no cesaba de gritar con todas sus fuerzas y de agitar manos y piernas. Parecía estar de un pésimo humor. 



Finalmente, a fuerza de llorar, se quedó dormida, y estaba lindísima en su sueño. La mujer estaba loca de contenta. Sólo deseaba que regresara su marido, que había salido a una expedición con sus hombres.

Creyendo próximo su retorno, tanto ella como todos los criados andaban atareados poniendo orden en la casa.

Los largos tapices de colores que ella misma tejiera con ayuda de sus doncellas, y que representaban a sus divinidades principales -Odín, Thor y Freia-, fueron colgados de las paredes. Los siervos pulieron bien los escudos que adornaban las estancias. Sobre los bancos se colocaron almohadones, en el hogar del centro del salón se amontonó leña seca para encender fuego al primer aviso. El ama tomó parte activa en los preparativos, por lo que al llegar la noche se sentía muy cansada y durmió profundamente. Al despertarse, hacia la madrugada, experimentó un terrible sobresalto: la niña había desaparecido. Saltó de la cama, encendió una tea y buscó por todas partes. Y he aquí que al pie del lecho encontró, en vez de la niña, una fea y gorda rana. Su visión le produjo tanto enojo, que, tomando un palo, se dispuso a aplastarla. Pero el animal la miró con ojos tan tristes, que la mujer no se sintió con fuerzas para darle muerte. Siguió mirando por la habitación, mientras la rana croaba angustiosamente, como tratando de estimular su compasión.

Sobresaltada, la mujer se fue a la ventana y abrió el postigo. En el mismo momento salió el sol y lanzó sus rayos sobre la gorda rana. De repente pareció como si la bocaza del animal se contrajese, volviéndose pequeña y roja, los miembros se estirasen y tomasen formas delicadas. Y la mujer vio de nuevo en el lecho a su linda pequeñuela, en vez de la fea rana.

-¿Qué es esto? -dijo-, ¿Acaso he soñado? Sea lo que sea, el hecho es que he recuperado a mi querida y preciosa hijita-. Y la besó y estrechó contra su corazón, pero ella le arañaba y mordía como si fuese un gatito salvaje.

El vikingo no llegó aquel día ni al siguiente, aunque estaba en camino. Pero tenía el viento contrario, pues soplaba a favor del vuelo de las cigüeñas, que emigraban hacia el Sur. Buen viento para unos, es mal viento para otros.

Al cabo de varios días con sus noches, la mujer del vikingo había comprendido lo que ocurría con su niña. Un terrible hechizo pesaba sobre ella. De día era hermosa como un hada de luz, aunque su carácter era reacio y salvaje. En cambio, de noche era una fea rana, plácida y lastimera, de mirada triste. Se conjugaban en ella dos naturalezas totalmente opuestas, que se manifestaban alternativamente, tanto en el aspecto físico como en el espiritual. Durante el día, la chiquilla que trajera la cigüeña tenía la figura de su madre y el temperamento de su padre; de noche, en cambio, su cuerpo recordaba el rey de la ciénaga, su padre, mientras el corazón y el sentir eran los de la madre. ¿Quién podría deshacer aquel embrujo, causado por un poder maléfico? Tal pensamiento obsesionaba a la mujer del vikingo, que, a pesar de todo, seguía encariñada con la pobre criatura. Lo más prudente sería no decir nada a su marido cuando llegase, pues éste, siguiendo la costumbre del país, no vacilaría en abandonar en el camino a la pobre niña, para que la recogiera quien se sintiese con ánimos. La bondadosa mujer no podía resignarse a ello. Era necesario que su esposo sólo viese a la criaturita a la luz del día.

Una mañana pasaron las cigüeñas zumbando por encima del tejado. Durante la noche se habían posado en él más de cien parejas, para descansar después de la gran maniobra. Ahora emprendían el vuelo rumbo al mediodía.

-Preparados todos los machos -sonó la orden-. ¡Mujeres y niños también!

-¡Qué ligeras nos sentimos! -decían las cigüeñas jóvenes-. Las patas nos pican y cosquillean, como si tuviésemos ranas vivas en el cuerpo. ¡Qué suerte poder viajar por el extranjero!

-Manténganse dentro de la bandada -dijeron el padre y la madre- y no muevan continuamente el pico, que esto ataca el pecho.

Y se echaron a volar.

En el mismo momento se oyó un sonido de cuernos en el erial; era el vikingo, que desembarcaba con sus hombres. Volvía con un rico botín de las costas de Galia, donde las aterrorizadas gentes cantaban, como en Britania: «¡Líbranos, Señor, de los salvajes normandos!».

¡Qué vida y qué bullicio empezó entonces en el pueblo vikingo del pantano! Llevaron el barril de hidromiel a la gran sala, encendieron fuego y sacrificaron caballos. Se preparaba un gran festín. El sacrificador purificó a los esclavos, rociándolos con sangre caliente de caballo. Chisporroteaba el fuego, se esparcía el humo por debajo del techo, y el hollín caía de las vigas, pero todos estaban acostumbrados. Los invitados fueron obsequiados con un opíparo banquete. Olvidándose intrigas y rencillas, se bebió copiosamente, y en señal de franca amistad se arrojaban mutuamente a la cabeza los huesos roídos. El bardo -una especie de juglar, que también era guerrero y había tomado parte en la campaña en la que había presenciado los acontecimientos que ahora narraba- entonó una canción en la que ensalzó los hechos heroicos llevados a cabo por cada uno. Todas las estrofas terminaban con el estribillo: «La hacienda se pierde; los linajes se extinguen; los hombres perecen también, pero un nombre famoso no muere jamás».

Entonces todos golpeaban los escudos y martilleaban con un cuchillo o con un hueso sobre la mesa, provocando un ruido infernal.

La esposa del vikingo permanecía sentada en el banco transversal de la gran sala de fiestas; llevaba vestido de seda, brazaletes de oro y perlas de ámbar. Se había puesto sus mejores galas, y el bardo no dejó de mencionarla en su canto. Habló del tesoro que había aportado a su opulento marido, el cual estaba encantado con la hermosa niña que había visto a la luz del día, en toda su belleza. Le había gustado el carácter salvaje que se manifestaba en la criatura. Pensaba que la pequeña sería, andando el tiempo, una magnífica walkiria, capaz de competir con cualquier héroe; no parpadearía cuando una mano diestra le afeitara en broma las cejas con su espada.