La hija del rey del pantano

de Hans Christian Andersen



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Aquella vez el vikingo llegó antes que de costumbre, en el tiempo de la cosecha, con botín y prisioneros. Entre éstos venía un joven sacerdote cristiano, uno de esos que perseguían a los antiguos dioses de los países nórdicos. En los últimos años se había hablado a menudo en la hacienda y en el aposento de las mujeres, de aquella nueva fe que se había difundido en todas las tierras del Mediodía, y que San Ansgario había llevado ya incluso hasta Hedeby, en el Schlei. Hasta la pequeña Helga había oído hablar de la religión del Cristo blanco, que, por amor a los hombres, había venido a redimirlos. Verdad es que la noticia, como suele decirse, le había entrado por un oído y salido por el otro. La palabra amor sólo parecía tener sentido para ella cuando, en el cerrado aposento, se contraía para transformarse en la mísera rana. Pero la mujer del vikingo no había echado la nueva en saco roto, y los informes y relatos que circulaban sobre aquel Hijo del único Dios verdadero, la habían impresionado profundamente.

Los hombres al volver de la expedición, habían hablado de los magníficos templos, construidos con ricas piedras labradas, en honor de aquel dios cuyo mandamiento era el amor. Habían traído varios vasos de oro macizo, artísticamente trabajados, y que despedían un singular aroma. Eran incensarios, de aquellos que los sacerdotes cristianos agitaban ante el altar, en el que nunca manaba la sangre, sino que el pan y el vino consagrados se transformaban en el cuerpo y la sangre de Aquel que se había ofrecido en holocausto para generaciones aún no nacidas.

El joven sacerdote cautivo fue encerrado en la bodega de piedra de la casa, con manos y pies atados con cuerdas de fibra. Era hermoso, «hermoso como el dios Baldur», había dicho la esposa del vikingo, la cual se compadecía de su suerte, mientras Helga pedía que le pasasen una cuerda a través de las corvas y lo atasen a los rabos de toros salvajes.

-Entonces yo soltaría los perros, y ¡a correr por el pantano y el erial! ¡Qué espectáculo, entonces, y aún sería más divertido seguirlo a la carrera!

Pero el vikingo se negó a someterlo a aquella clase de muerte, y lo condenó a ser sacrificado al día siguiente sobre la piedra sagrada del soto, como embaucador y perseguidor de los altos dioses. No sería la primera vez que se inmolaba allí a un hombre.

La joven Helga pidió que se le permitiese rociar con su sangre las imágenes de los dioses y al pueblo. Afiló su bruñido cuchillo, y al pasar sobre sus pies uno de los grandes y fieros perros, muy numerosos en la hacienda, le clavó el arma en el flanco.

-Esto es sólo un ensayo -dijo.

La mujer del vikingo observó con gran pena la conducta de la salvaje y perversa muchacha. Cuando llegó la noche y se produjo la transformación en el cuerpo y el alma de la hermosa doncella, expresó, con el corazón compungido y ardientes palabras, todo el dolor que la embargaba.

La fea rana permanecía inmóvil, con el cuerpo contraído, clavados en la mujer los tristes ojos pardos, escuchándola y pareciendo comprender sus reproches con humana inteligencia.

-Nunca, ni siquiera a mi marido, dijo mi lengua una palabra de lo que por tu causa estoy sufriendo -exclamaba la esposa del vikingo-. Nunca hubiera creído que en mi alma cupiera tanto dolor. Grande es el amor de una madre, pero tu corazón ha sido siempre insensible a él. Tu corazón es como un frío trozo de barro. ¿Por qué viniste a parar a nuestra casa?

Un temblor extraño recorrió el cuerpo de la repugnante criatura, como si aquellas palabras hubiesen tocado un lazo invisible entre el cuerpo y el alma. Gruesas lágrimas asomaron a sus ojos.

-¡Ya vendrán para ti tiempos duros! -prosiguió la mujer-. Pero también mi vida se hará espantosa. Mejor hubiera sido exponerte en el camino, recién nacida, para que te meciera la helada hasta hacerte morir.

Y la esposa del vikingo lloró amargas lágrimas, y se retiró, airada y afligida, detrás de la cortina de pieles que, colgando de la viga, dividía en dos la habitación.

La arrugada rana quedó sola en una esquina. Aun siendo muda, al cabo de un rato exhaló un suspiro ahogado. Era como si, sumida en profundo dolor, naciese una vida nueva en lo más íntimo de su pecho.

El feo animal avanzó un paso, aguzó el oído, dio luego un segundo paso y, con sus manos torpes, asió la pesada barra colocada delante de la puerta. La sacó sin hacer ruido y quitó luego la clavija de debajo de la aldaba. Después tomó la lámpara encendida que había en la parte delantera de la habitación; se hubiera dicho que una voluntad férrea le daba energías. Descorriendo el perno de hierro del escotillón, se deslizó escaleras abajo hasta el prisionero, que estaba dormido. Le tocó la rana con su mano fría y húmeda, y al despertar él y ver ante sí la repelente figura, se estremeció como ante una aparición infernal. El animal se sacó el cuchillo, cortó las ligaduras del cautivo y le hizo señas de que lo siguiera. 



Él invocó nombres sagrados, trazó la señal de la cruz y, viendo que aquella figura seguía invariable, dijo:

-Bienaventurado el que tiene compasión del desgraciado. El Señor lo amparará en el día de la tribulación. ¿Quién eres? ¿Cómo tienes el exterior de un animal, y, sin embargo, realizas obras de misericordia?

La rana le hizo una seña y lo guió, entre corredores cerrados sólo por pieles de animales, hasta el establo, donde le señaló un caballo. Montó él de un saltó, pero la rana se subió delante, agarrándose a las crines. El prisionero comprendió su intención, y, emprendiendo un trote ligero, pronto se encontraron, por un camino que él no habría descubierto nunca, en el campo libre.

El hombre se olvidó de la repugnante figura de su compañera, sintiendo sólo la gracia y la misericordia del Señor, que obraba a través de aquel monstruo; y rezó piadosas oraciones y entonó canciones santas. La rana empezó a temblar: ¿se manifestaba en ella el poder de la oración y del canto, o era acaso el fresco de la mañana, que no estaba ya muy lejos? ¿Qué era lo que sentía? Se incorporó y trató de detener el caballo y saltar a tierra, pero el sacerdote la sujetó con todas sus fuerzas y entonó un canto para deshacer el hechizo que mantenía aquel ser en su repugnante figura de rana. El caballo se lanzó a todo galope, el cielo se tiñó de rojo, el primer rayo de sol rasgó las nubes, y el manantial de luz provocó la transformación cotidiana: nuevamente apareció la joven belleza con su alma demoníaca. Él, que tenía fuertemente asida a la hermosa doncella, se espantó y, saltando del caballo, lo detuvo, creyendo que tenía ante los ojos un nuevo y siniestro hechizo. Pero la joven Helga se había apeado también de un brinco; la breve falda sólo le llegaba hasta las rodillas. Sacando el afilado cuchillo del cinturón, se arrojó sobre su sorprendido compañero.

-¡Deja que te alcance! -gritaba-. Deja que te alcance y te hundiré el cuchillo en el corazón. ¡Estás pálido como la cera! ¡Esclavo! ¡Mujerzuela!

Y se arrojó sobre él. Se entabló una ruda lucha. Parecía como si un poder invisible diese fuerzas al cristiano; sujetó a la doncella, y un viejo roble que allí crecía vino en su ayuda, trabando los pies de su enemiga con las raíces que estaban en parte al descubierto. Allí cerca manaba una fuente; el hombre roció con sus aguas cristalinas el pecho y el rostro de la muchacha, según costumbre cristiana; pero el bautismo no tiene virtud cuando del interior no brota al mismo tiempo el manantial de la fe.

Y, no obstante, este gesto surgió su efecto. En sus brazos obraban fuerzas sobrehumanas en lucha contra el poder del mal; y el cristiano pudo dominarla. Dejó ella caer los brazos, y se quedó contemplando con mirada de asombro las pálidas mejillas de aquel hombre que le parecía un poderoso mago, fuerte en sus artes misteriosas. Leía él en alta voz oscuras y funestas runas, trazando en el aire signos indescifrables. Ni ante el hacha centelleante ni ante un afilado cuchillo blandido ante sus ojos habría ella parpadeado; y, en cambio, lo hizo cuando él trazó la señal de la cruz sobre su frente. Permaneció quieta cual un ave amansada, reclinada la cabeza sobre el pecho.

Él le habló con dulzura de la caritativa acción que había realizado aquella noche cuando, presentándose en su prisión en figura de feísima rana, lo había desatado y vuelto a la luz y a la vida. También ella estaba atada, atada con lazos más duros que los de él, dijo, pero también llegaría, por su mediación, a la luz y la vida. La conduciría a Hedeby, a presencia del santo hombre Ansgario; en aquella ciudad cristiana se desharía el embrujo. Pero no debía llevarla montada delante de él, aunque se comportara con apacibilidad y mansedumbre.

-Montarás a la grupa, no delante. Tu beldad hechicera tiene un poder que procede del demonio, y lo temo. ¡Pero venceré, en el nombre de Cristo!

Se hincó de rodillas y rezó con piedad y fervor. Y fue como si la silenciosa naturaleza se trocase en un templo santo; los pájaros se pusieron a cantar, como si fueran el coro de los fieles, mientras la menta silvestre exhalaba un intenso aroma, como para reemplazar el de ámbar y el incienso. Él anunciaba en voz alta la palabra de las Escrituras: «La luz de lo alto nos ha visitado para iluminar a aquellos que se hallan sumidos en las sombras de la muerte, para guiar nuestros pasos por el camino de la paz».

Y habló del anhelo de la criatura, y mientras hablaba, el caballo, que en veloz carrera lo había llevado hasta allí, permanecía inmóvil, pataleando en los largos zarcillos de la zarzamora, de modo que los jugosos frutos caían en la mano de Helga, ofreciéndole algo con que calmar el hambre.

Dócilmente se dejó subir a las ancas del caballo y quedó sentada como una sonámbulo, que se está quieta pero no despierta. El cristiano ató dos ramas en forma de cruz, que sostuvo en la mano, y emprendieron la ruta a través del bosque, cada vez más espeso e impenetrable, por un camino que se iba estrechando progresivamente, hasta que se perdió en la maleza. Cada zarzal era una barrera que les cerraba el paso y había que rodear; las fuentes no se convertían en arroyuelos, sino en verdaderos pantanos, que obligaban a nuevos rodeos. Mas el aire puro del bosque proporcionaba a los caminantes fuerza y alivio, y un vigor no menos intenso brotaba de las dulces palabras del jinete, en las que resonaban la fe y la caridad cristianas, animadas por el afán de llevar a la embrujada doncella hacia la luz y la vida.

La gota de lluvia perfora, dicen, la dura piedra. En el curso del tiempo, las olas del mar pulimentan y redondean la quebrada roca esquinada; el rocío de la gracia, que por vez primera caía sobre la pequeña Helga, reblandecía la dureza, redondeaba la arista. Ninguna conciencia tenía ella de lo que en sí misma ocurría. ¡Qué sabe la semilla, hundida en la tierra, de la planta y la flor que hay encerradas en ella, y que germinarán con ayuda de la humedad y de los rayos del sol!

Semejante al canto de la madre, que se va insinuando imperceptiblemente en el alma del niño, de manera que éste va imitando poco a poco las palabras sin comprenderlas, así también obraba allí el verbo, esa fuerza divina que santifica a cuantos en ella creen. 



Salieron del bosque, cruzaron el erial y se adentraron nuevamente por selvas intransitables. Hacia el anochecer, se toparon con unos bandoleros.

-¿Dónde raptaste esta preciosa muchacha? -le preguntaron los bandidos.

Tomaron el caballo por la brida y obligaron a apearse a los dos jinetes; formaban un grupo muy numeroso. El sacerdote no disponía de más arma que el cuchillo que había arrancado a Helga, y con él se defendió valerosamente. Uno de los salteadores blandió su hacha, pero el cristiano saltó de lado, esquivando la herida. El filo del hacha fue a clavarse en el cuello del caballo; brotó un chorro de sangre y el animal se desplomó. Entonces, Helga, como arrancada de un profundo ensimismamiento, se precipitó contra el gimiente caballo. El sacerdote se colocó delante de ella para protegerla, pero uno de los bandidos le asestó un mazazo en la frente, con tal violencia que la sangre y los sesos fueron proyectados al aire, y el cristiano cayó muerto.

Los bandoleros sujetaron a Helga por los blancos brazos, pero en el mismo momento se puso el sol, y la muchacha se transformó en una fea rana. La boca, de un verde blanquecino, se ensanchó hasta cubrir la mitad de su cara, los brazos se le volvieron delgados y viscosos, una ancha mano palmeada se extendió en abanico... Los bandoleros la soltaron, espantados. Ella, convertida en un monstruo repulsivo, empezó a dar saltos, como era propio de su nueva naturaleza, más altos que ella misma, y desapareció entre la maleza. Los bandoleros creyeron que se las habían con las malas artes de Loki o con algún misterioso hechizo, y se apresuraron a alejarse del siniestro lugar.

Salió la luna llena e inundó las tierras con su luz. Entre la maleza apareció Helga en su horrible figura de rana. Se acercó al cadáver del sacerdote cristiano, que yacía junto al caballo, y lo contempló con ojos que parecían verter lágrimas. Su boca emitió un sonido singular, semejante al de un niño que prorrumpe en llanto. Se arrojaba ya sobre uno ya sobre el otro y, recogiendo agua en su ancha mano, la vertía sobre los cuerpos. Muertos estaban y muertos deberían quedar; bien lo comprendió ella. No tardarían en acudir los animales de la selva, que devorarían los cadáveres. ¡No, no debía permitirlo! Se puso a excavar un hoyo, lo más hondo posible. Quería prepararles una sepultura, pero no disponía de más instrumentos que sus manos y una fuerte rama de árbol. Con el trabajo se le distendía tanto la membrana que le unía los dedos de batracio, que se desgarró y empezó a manar sangre. Comprendiendo que no lograría dar fin a su tarea, fue a buscar agua, lavó el rostro del muerto, cubrió el cuerpo con hojas verdes y, reuniendo grandes ramas, las extendió encima, tapando con follaje los intersticios. Luego tomó las piedras más voluminosas que pudo encontrar, las acumuló sobre los cuerpos y rellenó con musgo las aberturas. Hecho todo esto, consideró que el túmulo era lo bastante fuerte y protegido. Pero entretanto había llegado la madrugada, salió el sol y Helga recobró su belleza, aunque tenía las manos sangrantes, y por primera vez las lágrimas bañaban sus mejillas virginales.

En el proceso de su transformación, pareció como si sus dos naturalezas luchasen por conquistar la supremacía; la muchacha temblaba, dirigía miradas a su alrededor como si acabase de despertar de un sueño de pesadilla. Corrió a la esbelta haya para apoyarse en su tronco, y un momento después trepaba como un gato a la cima del árbol, agarrándose fuertemente a él. Allí se quedó semejante a una ardilla asustada, casi todo el día, en la profunda soledad del bosque, donde todo parece muerto y silencioso. ¡Muerto! Verdad es que revoloteaban unas mariposas jugando o peleándose, y que a poca distancia se destacaban varios nidos de hormigas, habitados cada uno por algunos centenares de laboriosos insectos, que iban y venían sin cesar. En el aire danzaban enjambres de innúmeros mosquitos; nubes de zumbadoras moscas pasaban volando, así como libélulas y otros animalillos alados; la lombriz de tierra se arrastraba por el húmedo suelo, los topos construían sus galerías... pero todo lo demás estaba silencioso y muerto. Nadie se fijaba en Helga, a excepción de los grajos, que revoloteaban en torno a la cima del árbol donde ella se hallaba; curiosos, saltaban de rama en rama, hasta llegar a muy poca distancia de la muchacha. Una mirada de sus ojos los ahuyentaba, y ni ellos sacaban nada en claro de la doncella, ni ésta sabía qué pensar de su situación.