La hija del rey del pantano

de Hans Christian Andersen



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El alborozo se extendió por todo el palacio, y también en el nido de las cigüeñas, aunque en éste era provocado sobre todo por la buena comida y la abundancia de ranas. Y mientras los sabios se apresuraban a escribir a grandes rasgos la historia de las dos princesas y de la flor milagrosa -todo lo cual constituía un gran acontecimiento y una bendición para la casa y el país-, las cigüeñas padres la contaban a su familia a su manera. Naturalmente que esperaron a que todo el mundo estuviese harto, pues en otro caso no habrían estado para historias.

-Ahora vas a ser un personaje -dijo en voz baja la cigüeña madre.

-Es más que probable.

-¡Bah, qué quieres que sea! -respondió el padre-. Además, ¿qué he hecho? Nada.

-Hiciste más que todos los restantes. Sin ti y sin nuestros pequeños, las dos princesas no habrían vuelto a ver Egipto, y seguramente no habrían podido devolver la salud al viejo. No pueden dejarte sin recompensa. Te otorgarán el título de doctor, y nuestros futuros hijos nacerán doctores, y los suyos aún llegarán más lejos. Siempre has tenido aire de doctor egipcio, al menos a mis ojos.

Los sabios y eruditos se reunieron y expusieron la idea fundamental, como ellos decían, que estaba en el fondo de todo lo sucedido: «El amor engendra la vida», y lo explicaron como sigue:

«El cálido rayo de sol era la princesa egipcia, la cual descendió al pantano, y de la unión con su rey habría nacido la flor...».

-No sé repetir exactamente sus palabras -dijo la cigüeña padre, que había asistido a la asamblea desde el tejado y ahora estaba informando en el nido-. Lo que dijeron era tan alambicado y complicado, tan enormemente talentudo, que en el acto se les concedieron dignidades y regalos. Hasta el cocinero de palacio obtuvo una gran condecoración; es de suponer que sería por la buena sopa.

-¿Y qué te dieron a ti? -preguntó la cigüeña madre-. No podían dejar de lado al principal, y ese eres tú. A fin de cuentas, los sabios no han hecho sino charlar. Pero tu premio vendrá seguramente.

Ya entrada la noche, cuando la paz del sueño reinaba sobre la dichosa casa, había alguien que velaba aún, y no era precisamente la cigüeña padre, a pesar de que permanecía de pie sobre una pata en su nido y montaba la guardia durmiendo. No; quien velaba era Helga, que, desde la azotea, dirigía la mirada, a través de la diáfana atmósfera, a las grandes estrellas centelleantes, que brillaban con luz más límpida y más pura que en el Norte, a pesar de ser las mismas. Pensaba en la mujer del vikingo, allá en el pantano salvaje, en los dulces ojos de su madre adoptiva, en las lágrimas que había derramado por la pobre niña-rana, que ahora estaba, rodeada de magnificencia y bajo el resplandor de las estrellas, a orillas del Nilo, respirando el delicioso y primaveral aire africano. Pensaba en el amor contenido en el pecho de aquella mujer pagana, aquel amor que había demostrado a la mísera criatura, que en su figura humana era como un animal salvaje, y en su forma de animal era repugnante y repulsiva. Contemplaba las rutilantes estrellas, y entonces le vino a la memoria el brillo que irradiaba de la frente del muerto cuando cabalgaban por encima de bosques y pantanos. En su memoria resonaron notas y palabras que había oído pronunciar mientras avanzaban juntos, y que la habían impresionado hondamente, palabras de la fuente primaria del amor, del amor más sublime, que comprendía a todos los seres. 



Sí, todo se lo habían dado, todo lo había alcanzado. Los pensamientos de Helga abarcaban de día y de noche la suma de su felicidad, en cuya contemplación se perdía como un niño que se vuelve presuroso del dador a la dádiva, a todos los magníficos regalos. Se abría al mismo tiempo su alma a la creciente bienaventuranza que podía venir, que vendría. Verdaderos milagros la habían ido elevando a un gozo cada vez mayor, a una felicidad cada vez más intensa. Y en estos pensamientos se absorbió tan completamente, que se olvidó del autor de su dicha. Era la audacia de su ánimo juvenil, a la que se abandonaban sus ambiciosos sueños. Se reflejó en su mirada un brillo inusitado, pero en el mismo momento un fuerte ruido, procedente del patio, la arrancó a sus imaginaciones. Vio dos enormes avestruces que describían rápidamente estrechos círculos. Nunca hasta entonces había visto aquel animal, aquella ave tan torpe y pesada. Parecía tener las alas recortadas, como si alguien le hubiera hecho algún daño. Preguntó qué le había sucedido.

Por primera vez oyó la leyenda que los egipcios cuentan acerca del avestruz.

En otros tiempos, su especie había sido hermosa y de vuelo grandioso y potente. Un anochecer, las poderosas aves del bosque le preguntaron:

-Hermano, mañana, si Dios quiere nos podríamos ir a beber al río.

El avestruz respondió:

-Yo lo quiero.

Al amanecer emprendieron el vuelo. Al principio se remontaron mucho, hacia el sol, que es el ojo de Dios. El avestruz iba en cabeza de las demás, dirigiéndose orgullosa hacia la luz en línea recta, fiando en su propia fuerza y no en quien se la diera. No dijo «si Dios quiere». He aquí que el ángel de la justicia descorrió el velo que cubre el flamígero astro, y en el mismo momento se quemaron las alas del ave, la cual se desplomó miserablemente. Jamás ha recuperado la facultad de elevarse. Aterrorizada, emprende la fuga, describiendo estrechos círculos en un radio limitado, lo cual es una advertencia para nosotros, los humanos, que, en todos nuestros pensamientos y en todos nuestros proyectos, nunca debemos olvidarnos de decir: «Si Dios quiere».

Helga agachó la cabeza, pensativa. Consideró el avestruz, vio su angustia y su estúpida alegría al distinguir su propia y enorme sombra proyectada por el sol sobre la blanca pared. El fervor arraigó profundamente en su corazón y en su alma. Había alcanzado una vida plena y feliz: ¿Qué sucedería ahora? ¿Qué le esperaba? Lo mejor: si Dios quiere.

En los primeros días de primavera, cuando las cigüeñas reemprendían nuevamente el vuelo hacia el Norte, Helga se sacó el brazalete de oro, grabó en él su nombre y, haciendo seña a la cigüeña padre, le puso el precioso aro alrededor del cuello y le rogó que lo llevase a la mujer del vikingo, la cual vería de este modo que su hija adoptiva vivía, era feliz y la recordaba con afecto.

«Es muy pesado», pensó la cigüeña al sentir en el cuello la carga del anillo. «Pero el oro y el honor son cosas que no deben tirarse a la carretera. Allá arriba no tendrán más remedio que reconocer que la cigüeña trae la suerte».

-Tú pones oro y yo pongo huevos -dijo la madre-; sólo que tú lo haces una sola vez y yo todos los años. Pero ni a ti ni a mí se nos agradece. Y esto mortifica.

-Uno tiene la conciencia de sus buenas obras, madrecita -observó papá cigüeña.

-Pero no puedes hacer gala de ellas -replicó la madre-. Ni te dan vientos favorables ni comida.

Y emprendieron el vuelo.

El pequeño ruiseñor que cantaba en el tamarindo no tardaría tampoco en dirigirse a las tierras septentrionales. Helga lo había oído con frecuencia en el pantano salvaje, y quiso confiarle un mensaje; comprendía el lenguaje de los pájaros desde los tiempos en que viajara en figura de cisne. Desde entonces había hablado a menudo con cigüeñas y golondrinas; sin duda entendería también al ruiseñor. Le rogó que volase hasta el bosque de hayas de la península jutlandesa, donde ella había erigido la tumba de piedras y ramas. Y le pidió solicitase de todas las avecillas que protegiesen aquella tumba y cantasen sobre ella sus canciones.

Y partió el ruiseñor, y transcurrió el tiempo. 



En la época de la cosecha, el águila desde la cúspide de la pirámide, vio una magnífica caravana de cargados camellos y hombres armados y ricamente vestidos, que cabalgaban sobre resoplantes caballos árabes. Eran corceles soberbios, con los ollares en perpetuo movimiento, y cuyas espesas melenas les colgaban sobre las esbeltas patas.

Ricos huéspedes, un príncipe real de Arabia, hermoso como debe serlo todo príncipe, hacían su entrada en la soberbia casa donde la cigüeña tenía su nido, ahora vacío. Sus ocupantes se hallaban en un país del Norte, pero no tardarían en regresar. Y regresaron justamente el día en que mayor eran el regocijo y la alegría. Se celebraba una boda: Helga era la novia, vestida de seda y radiante de pedrería. El novio era el joven príncipe árabe; los dos ocupaban los sitios de honor en la mesa, sentados entre la madre y el abuelo.

Pero ella no miraba las mejillas morenas y viriles del prometido, enmarcadas por rizada barba negra, ni sus oscuros ojos llenos de fuego, que permanecían clavados en ella. Miraba fuera, hacia la centelleante estrella que le enviaba sus rayos desde el cielo.

Llegó del exterior un intenso ruido de alas; las cigüeñas regresaban. La vieja pareja, aunque rendida por el viaje y ávida de descanso, fue a posarse en la balaustrada de la terraza, pues se habían enterado ya de la fiesta que se estaba celebrando. En la frontera del país, alguien las había informado de que la princesa las había mandado pintar en la pared, y que las dos formaban parte integrante de su historia.

-Es una gran distinción -exclamó la cigüeña padre.

-Eso no es nada -replicó la madre-. Es el honor más pequeño que podían hacernos.

Al verlas, Helga se levantó de la mesa y salió a la terraza a su encuentro, deseosa de acariciarles el dorso. La pareja bajó el cuello, mientras los pequeños asistían a la escena, muy halagados.

Helga levantó los ojos a la resplandeciente estrella, cuyo brillo se intensificaba por momentos. Y entre las dos se movía una figura más sutil aún que el aire, y, sin embargo, más perceptible. Se acercó a ella flotando: era el sacerdote cristiano. También él acudía a su boda; venía desde el reino celestial.

-El esplendor y la magnificencia de allá arriba supera a cuanto la Tierra conoce -dijo.

Helga rogó con mayor fervor que nunca, pidiendo que se le permitiese contemplar aquella gloria siquiera un minuto, y ver por un solo instante al Padre Celestial.

Y se sintió elevada a la eterna gloria, a la bienaventuranza, arrastrada por un torrente de cantos y de pensamientos. Aquel resplandor y aquella música celeste no la rodeaban sólo por fuera, sino también interiormente. No sería posible explicarlo con palabras.

-Debemos volvernos, te echarán de menos -dijo el sacerdote.

-¡Otra mirada! -suplicó ella-. ¡Sólo otro instante!

-Tenemos que bajar a la Tierra, todos los invitados se marchan.

-Una mirada, la última.

Y Helga se encontró de nuevo en la terraza... pero todas las antorchas del exterior estaban apagadas, las luces de la cámara nupcial habían desaparecido, así como las cigüeñas. No se veían invitados, ni el novio... todo se había desvanecido en aquellos tres breves instantes.

Helga sintió una gran angustia, y, atravesando la enorme sala desierta, entró en el aposento contiguo. Dormían en él soldados forasteros. Abrió la puerta lateral que conducía a su habitación y cuando creía estar en ella se encontró en el jardín. Toda la casa había cambiado. En el cielo había un brillo rojizo; faltaba poco para despertar el alba.

Sólo tres minutos en el cielo, y en la Tierra había pasado toda una noche.

Entonces descubrió a las cigüeñas, y, llamándolas, les habló en su lengua. La cigüeña padre, volviendo la cabeza, prestó el oído y se acercó.

-¡Hablas nuestra lengua! –dijo.- ¿Qué quieres? ¿Qué te trae, mujer desconocida?

-Soy yo, Helga. ¿No me conoces? Hace tres minutos estuvimos hablando allá afuera en la terraza.

-Te equivocas -repuso la cigüeña-. Todo eso lo has soñado.

-¡No, no! -exclamó ella, y le recordó el castillo del vikingo, el pantano salvaje, el viaje...

La cigüeña padre parpadeó.

-Es una vieja historia que oí en tiempos de mi bisabuela. Es verdad que hubo en Egipto una princesa oriunda de las tierras danesas, pero hace ya muchos siglos que desapareció, en la noche de su boda, y jamás se supo de ella. Tú misma puedes leerlo en este monumento del jardín. En él hay esculpidos cisnes y cigüeñas, y en la cúspide estás tú misma, tallada en mármol blanco.

Y así era. Helga lo vio, y, comprendiendo, cayó de rodillas.

Salió el sol, y como en otra ocasión se desprendiera bajo sus rayos la envoltura de rana dejando al descubierto a la bella figura, así ahora se elevó al Padre, por la acción del bautismo de luz, una figura bellísima, más clara y más pura que el aire: un rayo luminoso.

El cuerpo se convirtió en polvo, y donde había estado apareció una marchita flor de loto.

-Es un nuevo epílogo de la historia -dijo la cigüeña padre-. Jamás lo habría esperado. Pero me gusta.

-¿Qué dirán de él los pequeños? -preguntó la madre.

-Sí, claro, esto es lo principal -respondió el padre.


- FIN -


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