La hija del rey del pantano

de Hans Christian Andersen



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Al acercarse la noche y comenzar la puesta del sol, la metamorfosis la movió a dejar su actitud pasiva. Se deslizó del tronco, y no bien se hubo extinguido el último rayo, volvió ella a contraerse y a convertirse en rana, con la piel de las manos desgarrada. Pero esta vez sus ojos tenían un brillo maravilloso, mayor casi que en los de la hermosa doncella. En aquella cabeza de rana brillaban los ojos de muchacha más dulces y piadosos que pueda imaginarse. Eran un testimonio de los sentimientos humanos que albergaba en su pecho. Y aquellos hermosos ojos rompieron a llorar, dando suelta a gruesas lágrimas que aligeraban el corazón.

Junto al túmulo que había levantado estaba aún la cruz hecha con dos ramas, la última labor del que ahora reposaba en el seno de la muerte. La recogió Helga y, cediendo a un impulso repentino, la clavó entre las piedras, sobre el sacerdote y el caballo muertos. Ante el melancólico recuerdo volvieron a fluir sus lágrimas, y trazó el mismo signo en el suelo, todo alrededor de la tumba, como si quisiera cercarla con una santa valla. Y he aquí que mientras trazaba con ambas manos la señal de la cruz, se le desprendió la membrana que le unía los dedos, como si fuese un guante, y cuando se inclinó sobre la fuente para lavarse, vio, admirada, sus finas y blancas manos, y volvió a dibujar en el aire la señal de la cruz. Y he aquí que temblaron sus labios, se movió su lengua y salió, sonoro, de su boca, el nombre que con tanta frecuencia oyera pronunciar y cantar en el curso de su carrera por el bosque: el nombre de Jesucristo.

Le cayó la envoltura de rana y volvió a ser una joven y espléndida doncella. Pero su cabeza, fatigada, se inclinó; sus miembros pedían descanso, y se quedó dormida.

Su sueño fue breve, pues se despertó a medianoche. Ante ella estaba el caballo muerto, radiante y lleno de vida; de sus ojos y del cuello herido irradiaba un brillo singular. A su lado estaba el sacerdote cristiano. «¡Más hermoso que Baldur!», habría dicho la mujer del vikingo, y, sin embargo, venía como rodeado de llamas.

El sacerdote la miraba con ojos graves, en los que la dulzura templaba la justicia. El alma de Helga quedó como iluminada por la luz de aquella mirada. Los repliegues más recónditos de su corazón quedaron al descubierto. Helga se estremeció, y su recuerdo se despertó con una intensidad como sólo se dará en el día del juicio. Su memoria revivió todas las bondades recibidas, todas las palabras amorosas que le habían dirigido. Comprendió que era el amor lo que la había sostenido en los días de prueba, en los que la criatura hecha de alma y cieno fermenta y lucha. Se dio cuenta de que no había hecho más que seguir los impulsos de sus instintos, sin hacer nada para dominarlos. Todo le había sido dado, todo lo había dirigido un poder superior. Se inclinó profundamente, llena de humildad y de vergüenza, ante Aquel que sabía leer en cada repliegue de su corazón. Y entonces sintió como una chispa de la llama purificadora, un destello del Espíritu Santo.

-¡Hija del cenagal! -exclamó el sacerdote cristiano-. Saliste del cieno, de la tierra; de la tierra volverás a nacer. El rayo de sol encerrado en tu cuerpo te devolverá a su manantial primero. No el rayo procedente del cuerpo del sol, sino el rayo de Dios. Ninguna alma se perderá, pero el camino a través del tiempo es largo, es el vuelo de la vida hacia la eternidad. Yo vengo de la mansión de los muertos; también tú habrás de cruzar los sombríos valles para alcanzar la luminosa región de las montañas, donde moran la gracia y la perfección. No te conduciré a Hedeby a que recibas el bautismo cristiano; antes debes romper el escudo de agua que cubre el fondo profundo del pantano, debes sacar a la superficie la viva raíz de tu vida y de tu cuna. Has de cumplir esta empresa antes de que descienda sobre ti la bendición.

Montó a Helga sobre el resplandeciente caballo. Puso en sus manos un incensario de oro igual al que había visto en casa del vikingo. Despedía un olor suave e intenso. La abierta herida de la frente del muerto brillaba como una radiante diadema. Asió él la cruz de la tumba y, levantándola, emprendieron el vuelo por los aires, por encima del rumoroso bosque de las colinas. Cuando volaban sobre los montículos, llamados tumbas, de gigantes, los antiguos héroes que en ellos reposaban, salían de la tierra, vestidos de hierro, montados en sus corceles de batalla. Su casco dorado brillaba a la luz de la luna, y su largo manto flotaba al viento como una negra humareda.

Los dragones que guardaban los tesoros levantaban la cabeza para mirarlos. Los enanos se asomaron en las elevaciones de terreno y en los surcos de los campos, formando un revoltijo de luces rojas azules y verdes; parecían las chispas de las cenizas de un papel quemado.

Por bosques y eriales, a través de torrentes y pantanos, avanzaron volando hasta el cenagal, sobre cuya superficie se pusieron a describir grandes círculos. El sacerdote sostenía la cruz en alto, de la que irradiaba un dorado resplandor, mientras de sus labios salía el canto de la misa. Helga lo acompañaba, a la manera de un niño que imita el cantar de su madre, y seguía agitando el incensario, del que se desprendía un perfume tan fuerte y milagroso, que los juncos y las cañas echaban flores. Todos los gérmenes brotaban del profundo suelo, todo lo que tenía vida subía hacia arriba. Sobre las aguas se extendió un velo de lirios de agua, como una alfombra de flores, y sobre él descansaba dormida, una mujer joven y bella. Helga creyó ver su propio reflejo en la superficie del agua; pero era su madre la que veía, la esposa del rey del pantano, la princesa de las aguas del Nilo.

El sacerdote mandó a Helga que montara a la durmiente sobre el caballo. Éste cedió bajo la nueva carga como si su cuerpo no fuese otra cosa sino una mortaja que ondeaba al viento. Pero la señal de la cruz dio nuevas fuerzas al fantasma aéreo, y los tres siguieron cabalgando hasta llegar a la tierra firme. 



Cantó el gallo en el castillo del vikingo. Sacerdote y caballo se disolvieron en niebla que arrastró el viento. La madre y la hija quedaron solas, frente a frente.

-¿Es mi imagen, la que veo reflejada en estas aguas profundas? -preguntó la madre.

-¿Es mi imagen la que veo reflejada en esta brillante superficie? -exclamó la hija. Y se acercaron, pecho contra pecho, brazo contra brazo. El corazón de la madre latía violentamente, y comprendió la verdad.

-¡Hija mía, flor de mi alma! ¡Mi loto del fondo de las aguas!

Y abrazó a la doncella, llorando. Aquellas lágrimas fueron un nuevo bautismo de vida y de amor para Helga.

-Llegué aquí con plumaje de cisne y me despojé de él -dijo la madre-. Me hundí en el movedizo suelo del cenagal, hasta lo más profundo del pantano, que me rodeaba como un muro. Pronto noté la presencia de una corriente más fresca; una fuerza misteriosa me atraía hacia el fondo. Mis párpados experimentaban la opresión del sueño; me dormí y soñé. Me pareció como si estuviese dentro de la pirámide de Egipto, pero ante mí se alzaba aún el cimbreante aliso que tanto me había aterrorizado en la superficie del pantano. Miré las grietas de corteza, que resaltaban en brillantes colores y formaban jeroglíficos. Era la envoltura de la momia que yo buscaba. Se desgarró, y de su interior salió el rey milenario, la momia, negra como pez, reluciente como el caracol de bosque o como el suelo negro de la ciénaga. Era el rey del pantano o la momia de la pirámide, no podía decirlo. Me asió en sus brazos y tuve la sensación de que iba a morir. No volví a sentir la vida hasta que me vino una especie de calor en el pecho, y un pajarillo me golpeó en él con las alas, piando y cantando. Desde mi pecho remontó el vuelo hacia el oscuro y pesado techo, pero seguía atado a mí por una larga cinta verde. Oí y comprendí las notas de su anhelo: «¡Libertad, sol, ir a mi padre!». Pensé entonces en el mío, allá en la soleada patria. Pensé en mi vida, en mi amor. Y solté el lazo, lo dejé flotar para que fuese a reunirse con el padre. Desde aquella hora no he vuelto a soñar; quedé sumida en un sueño largo y profundo, hasta este momento, en que me despertaron y redimieron unos cánticos y perfumes.

Aquella cinta verde que unía el corazón de la madre a las alas del pajarillo, ¿dónde estaba ahora? ¿Qué había sido de ella? Sólo la cigüeña lo había visto; la cinta era el tallo verde; el nudo, la brillante flor, la cuna de la niña que había crecido y que ahora volvía a descansar sobre el corazón de su madre.

Y mientras estaban así tomadas del brazo, papá cigüeña describía en el aire círculos a su alrededor y, volviendo a su nido, regresó con los plumajes de cisne que guardaba desde hacía tantos años. Los arrojó a las dos mujeres, las cuales se revistieron con las envolturas de plumas, y poco después se elevaban por los aires en figura de cisnes blancos.

-Hablemos ahora -dijo papá cigüeña-. Podremos entendernos, aunque tengamos los picos cortados de modo distinto. Ha sido una gran suerte que hayan llegado esta noche, pues nos marchamos mañana mismo: la madre, yo y los pequeños. Nos vamos hacia el Sur. Sí, mírenme. Soy un viejo amigo de las tierras del Nilo y la vieja lo es también, sólo que ella tiene el corazón mejor que el pico. Siempre creyó que la princesa se salvaría. Yo y los pequeños trajimos a cuestas los plumajes de cisne. ¡Ah, qué contento estoy y qué suerte que no me haya marchado aún! Partiremos al rayar el alba. Hay una gran concentración de cigüeñas. Nosotros vamos en vanguardia. Sígannos y no se extravíen. Los pequeños y yo cuidaremos de no perderlas de vista.

-Y la flor de loto que debía llevar -dijo la princesa egipcia- va conmigo entre las plumas del cisne; llevo la flor de mi corazón, y así todo se ha salvado. ¡A casa, a casa!

Pero Helga declaró que no podía abandonar la tierra danesa sin ver a su madre adoptiva, la amorosa mujer del vikingo. Cada bello recuerdo, cada palabra cariñosa, cada lágrima que había vertido aquella mujer se presentaba ahora claramente al alma de la muchacha, y en aquel momento le pareció que aquélla era la madre a quien más quería.

-Sí, pasaremos por la casa del vikingo -dijo la cigüeña padre-. Allí nos aguardan la vieja y los pequeños. ¡Cómo abrirán los ojos y soltarán el pico! Mi mujer no habla mucho, es verdad; es taciturna y callada, pero sus sentimientos son buenos. Haré un poco de ruido para que se enteren de nuestra llegada.

Y la cigüeña padre castañeteó con el pico, siguiendo luego el vuelo hacia la mansión de los vikingos, acompañado de los cisnes.

En la hacienda todo el mundo estaba sumido en profundo sueño. La mujer no se había acostado hasta muy avanzada la noche, inquieta por la suerte de Helga, que había desaparecido tres días antes junto con el sacerdote cristiano. Seguramente lo habría ayudado a huir, pues era su caballo el que faltaba en el establo. ¿Qué poder habría dictado su acción? La mujer del vikingo pensó en los milagros que se atribuían al Cristo blanco y a quienes creían en él y lo seguían. Extrañas ideas cobraron forma en su sueño. Le pareció que estaba aún despierta y pensativa en el lecho, mientras en el exterior una profunda oscuridad envolvía la tierra. Llegó la tempestad, oyó el rugir de las olas a levante, y a poniente, viniendo del Mar del Norte y del Kattegatt. La monstruosa serpiente que rodeaba toda la Tierra en el fondo del océano, se agitaba convulsivamente. Se acercaba la noche de los dioses, Ragnarök, como llamaban los paganos al juicio final, donde todo perecería, incluso las altas divinidades. Resonaba el cuerno de Gjallar, y los dioses avanzaban montados en el arco iris, vestidos de acero, para trabar la última batalla. Ante ellos volaban las aladas Walkirias, y cerraban la comitiva las figuras de los héroes caídos. Todo el aire brillaba a la luz de la aurora boreal, pero vencieron las tinieblas; fue un momento espantoso.

Y he aquí que junto a la angustiada mujer del vikingo estaba, sentada en el suelo, la pequeña Helga en su figura de fea rana. También ella temblaba y se apretaba contra su madre adoptiva. Ésta la subió a su regazo y la abrazó amorosamente, a pesar de lo repulsiva que era en su envoltura de animal. Atronaba el aire el golpear de espadas y porras y el zumbar de las flechas, que pasaban como una granizada. Había sonado la hora en que iban a estallar el cielo y la Tierra y caer las estrellas en el fuego de Surtur, donde todo se consumiría, pero sabía también que surgirían un nuevo cielo y una nueva tierra, que las mieses ondearían donde ahora el mar enfurecido se estrellaba contra las estériles arenas de la costa; sabía que el Dios misterioso reinaría, y que Baldur compasivo y amoroso, redimido del reino de los muertos, subiría a Él. Y vino; la mujer del vikingo lo vio y reconoció su faz: era el sacerdote cristiano que habían hecho prisionero. 



«¡Cristo blanco!», exclamó; y al pronunciar el nombre estampó un beso en la frente de la rana. Cayó entonces la piel del animal y apareció Helga en toda su belleza, dulce como nunca y con mirada radiante. Besó las manos de su madre adoptiva, la bendijo por todos sus cuidados y por el amor que le mostrara en sus días de miseria y de prueba; le dio las gracias por las ideas que había imbuido en ella y por haber pronunciado el nombre que ahora repetía ella: Cristo blanco. Entonces Helga se elevó en figura de un magnífico cisne blanco, y, desplegando majestuosamente las alas, emprendió el vuelo con un rumor parecido al que hacen las bandadas de aves migratorias.

Se despertó entonces la mujer y percibió en el exterior aquel mismo ruido de fuerte aleteo. Era -bien lo sabía- el tiempo en que las cigüeñas se marchaban; las había oído. Quiso verlas otra vez antes de su partida y gritarles adiós. Se levantó del lecho, salió a la azotea y vio las aves alineadas en el remate del tejado del edificio contiguo. Rodeando la hacienda y volando por encima de los altos árboles, se alejaban las bandadas en amplios círculos. Pero justamente delante de ella, en el borde del pozo donde Helga solía posarse y donde tantos sustos le diera, se habían posado ahora dos cisnes que la miraban con ojos inteligentes. Se acordó entonces de su sueño, que seguía viendo en su imaginación como si hubiese sido realidad. Pensó en Helga en figura de cisne, pensó en el sacerdote cristiano y de pronto sintió que una maravillosa alegría le embargaba el corazón. Era algo tan verdaderamente hermoso, que costaba trabajo creerlo.

Los cisnes agitaron las alas e inclinaron el cuello, como saludándola y la mujer del vikingo les tendió los brazos, como si lo entendiese, sonriéndoles entre las lágrimas, y agitada por mil encontrados pensamientos.

Entonces todas las cigüeñas levantaron el vuelo con gran ruido de alas y picos, para iniciar el viaje hacia el Sur.

-No aguardaremos a los cisnes -dijo la cigüeña madre-. Que vengan si quieren, pero no vamos nosotros a seguir aquí esperando la comodidad de esos chorlitos. Lo agradable es viajar en familia, y no como hacen los pinzones y los gallos de pelea, que machos y hembras van cada uno por su lado. Dicho sea entre nosotros, esto no es decente. ¡Toma! ¡Qué manera más rara de aletear la de los cisnes!

-Cada cual vuela como sabe -observó el padre-. Los cisnes lo hacen en línea oblicua; las grullas, en triángulo, y los chorlitos, en línea serpenteante.

-No hables de serpientes mientras estemos arriba -interrumpió la madre-. A los pequeños se les hará la boca agua, y como no podemos satisfacerlos, se pondrán de mal humor.

-¿Son aquéllas las altas montañas de que oí hablar? -preguntó Helga, en su ropaje de cisne.

-Son nubes de tormenta que avanzan por debajo de nosotras –le respondió la madre.

-¡Qué nubes más blancas las que se levantan allí! -exclamó Helga.

-Son montañas cubiertas de nieve -dijo la madre, y poco después pasaban por encima de los Alpes y entraban en el azul Mediterráneo.

-¡África, la costa de África! -gritó alborozada la hija del Nilo en su figura de cisne cuando, desde las alturas, vislumbró una faja ondulada, de color blancoamarillento: su patria.

También las aves descubrieron el objetivo de su peregrinación y apresuraron el vuelo.

-¡Huelo barro del Nilo y húmedas ranas! -dijo la cigüeña madre-. ¡Siento un cosquilleo y una comezón! Pronto podrán hartarse. Van a ver también el marabú, el ibis y la grulla. Todos son de la familia, pero no tan guapos como nosotros, ni mucho menos. Se dan mucha importancia, especialmente el ibis. Los egipcios lo malcriaron; incluso lo rellenaban de hierbas aromáticas, a lo cual llaman embalsamar. Yo prefiero llenarme de ranas vivas, y pienso que también ustedes lo prefieren; no tarden en hacerlo. Vale más tener algo en el buche mientras se está vivo, que servir al Estado una vez muerto. Tal es mi opinión, y no suelo equivocarme.

-¡Han llegado las cigüeñas! -decían en la opulenta casa de la orilla del Nilo, donde, en la gran sala abierta, yacía, sobre mullidos almohadones y cubiertos con una piel de leopardo, el soberano, ni vivo ni muerto, siempre en espera de la flor de loto que crecía en el profundo pantano del Norte. Lo acompañaban parientes y criados.

Y he aquí que entraron volando en la sala los dos magníficos cisnes llegados con las cigüeñas. Se despojaron de los deslumbrantes plumajes y aparecieron dos hermosas figuras femeninas, parecidas como dos gotas de rocío. Apartándose los largos cabellos se inclinaron sobre el lívido y desfallecido anciano. Helga besó a su abuelo, y entonces se encendieron las mejillas de éste, y en sus ojos se reflejó un nuevo brillo, y nueva vida corrió por sus miembros paralizados. El anciano se incorporó, sano y rejuvenecido. Su hija y su nieta lo sostenían en sus brazos, como en un saludo matinal de alegría tras un largo y fatigoso sueño.