La vuelta al mundo

de Teodoro Baró



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- III -

Al amanecer del siguiente día comenzó la exploración de los Andes, o sea del puchero, y al llegar a la cima vio algunas manchas, resto de la capa de cal que antes tenía para inspirar confianza a los gorriones; y recordando las explicaciones del señor maestro, se dijo que estaba en el elevado cono de Cuptona, siempre nevado y cuya altura es de 10,500 pies. El agujero por donde antes se metían los pájaros le llamó extraordinariamente la atención y supuso que debía ser el cráter de algún apagado volcán; y como en esto el aire moviese el puchero, que no tenía sólido asiento, creyó que había comenzado un terremoto; temió que el volcán fuese a arder; el miedo le hizo perder el tino, y tratando de escapar, cayó en el interior del puchero por uno de los boquetes que en él habían abierto las pedradas. El batacazo no fue cosa, pero necesitó algunos segundos para reponerse, y al lograrlo pensó que se hallaba en las entrañas de la tierra. No estaba sola, pues allí tenía su refugio un enjambre de orugas que con los vaivenes del puchero se agitaron moviéndose en todas direcciones. En monstruos antidiluvianos les convirtió la limaza, que de sí misma se espantó al ver que a ellos espantaba. En esto entró un moscardón, que comenzó a revolotear zumbando; y no supo qué clase de animal era aquél, superior al mosquito, que había tomado por águila. El moscardón se enredó en la tela de una araña, que hacia él extendió sus largas y vellosas patas, avanzando su asqueroso cuerpo. La víctima se agitó creciendo en intensidad el zumbido. La araña procuró sujetarla con sus patas, y cuando estaba a punto de lograrlo, el viento volvió a agitar el puchero; se balanceó la araña, logró desasirse el moscardón y huyó. Buscó escape la limaza en medio del débil susurro del aire, que para ella era rugido de deshecha tempestad; y al salir del centro de la tierra recordó los tremebundos espectáculos que había presenciado, y entre ellos la lucha de aquellas bestias fieras, por los nacidos no imaginada; de todo lo cual dedujo que otra que no fuera ella hubiera muerto del batacazo, o comida de aquellos monstruos o bien del susto; siendo el haber salido ilesa señal evidente de que ni en fiereza, ni en fuerza, ni en resistencia, a ella podrían compararse ni siquiera los animales antidiluvianos.

Las emociones habían sido tantas, que la limaza creyó conveniente descansar.


- IV -

En su cuarta jornada vio unas piedrecitas que apenas mojaba la humedad que aún conservaba el ladrillo en que las había puesto el hijo del hortelano.

-Estoy en la Oceanía, pensó la limaza.

Atravesó la Oceanía; y como en aquella parte del brocal faltasen los ladrillos y creciese la yerba, quedose parada delante de lo que para ella eran espesos bosques, y algo perpleja, pues no sabía si se hallaba en Asia o en África. Al arrastrar su cuerpo por aquel continente, vio una hormiga, y la limaza se detuvo exclamando:

-¡Un león!

El león, o sea la hormiga, iba y venía buscando una salida, y la limaza se dijo que debía tener la calentura. Al compararse con la hormiga, se preguntó qué era ella si el león era el rey de las selvas. Y mientras así discurría, vio avanzar con torpes movimientos un escarabajo.

-Éste debe ser el elefante, el más colosal de los animales. ¿Qué soy yo entonces, pues su volumen no llega al mío? Me convenzo de que soy un ser extraordinario. Fiero es el león, fiero el elefante y estoy cerca de ellos y no tiemblo. ¡Qué lucha tan terrible se trabará entre esas feroces bestias! Preparémonos a presenciarla.

En efecto, el escarabajo pasó al lado de la hormiga, y ésta cerca de aquél, y uno y otro siguieron su camino sin que hubiese nada, emprendiendo de nuevo el suyo la limaza. Se encontró con un gusano que tomó por serpiente boa; atravesó nuevas tierras y nuevos ríos; y por último, topó otra vez con el troncho de col y después con la juntura de los dos ladrillos, que tomó por el Tajo, que así como había marcado el principio, marcaba el término de su viaje.

-¡He dado la vuelta al mundo! exclamó llena de vanidad. Hubiera deseado ver un pozo, pues recuerdo que un día el señor maestro dijo riendo a uno de sus alumnos que el mar era un pozo grande; pero los pozos deben ser tan pequeños que escapan a mi grandeza.

Dicho esto comenzó a descender; se metió en su escondrijo, y la vanidad la hinchó tanto, que cuando quiso salir de él no pudo y murió de vanidad.

No tendría el tonto precio
si se pagara lo necio,
mas como no vale nada
la necedad sólo enfada,
o bien merece desprecio.

Ser presuntuoso es un vicio
que a muchos saca de quicio:
huye de ser presuntuoso
que huirás de hacer el oso,
y a más de perder el juicio.

 

FIN


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