La vuelta al mundo

de Teodoro Baró



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- I -

Hacía muchos años que Francisco, un hortelano que vivía con algún desahogo cultivando con esmero coles, berzas, ensalada y otras verduras, había abandonado por completo un pozo que había en uno de los rincones de la huerta; y de él prescindió porque casi desapareció el agua, que antes había sido muy abundante, muy buena y muy cristalina. Pero como en este mundo todo cambia, también cambió de dirección el manantial. En vez de tomar hacia la derecha, se fue hacia la izquierda, y el resultado fue quedarse el pozo sin agua. Es decir, no se vio privado del todo de ella, pues gracias a algunas filtraciones, nunca llegó a quedar seco; pero el agua era tan escasa, que el hortelano no pudo aprovecharla. En cambio Francisco y sus hijos convirtieron el brocal del pozo en depósito de todo lo inservible. Si se rompía un puchero, al brocal iba a parar; los tronchos de col allí quedaban; en una palabra, todo lo inútil.

Hubo quien sacó provecho del olvido del hortelano. Se apoderaron de la superficie del agua esos insectos que tienen el privilegio de caminar por encima de ella, ofreciendo a sus delgadas patas un apoyo tan sólido como al corcel el más firme apisonado. En el fondo vivían algunas sabandijas con suma tranquilidad, pues no les molestaba la cuba al bajar acompañada del chirrido de la polea; y en las negras y húmedas paredes había establecido su morada una limaza. Este animalucho tenía la costumbre de dar algunos paseos y a veces se acercaba al fondo del pozo. Al verle, los insectos que por la superficie corrían se alejaban prudentemente y como si tuvieran alas, a manera de buque empujado por la tempestad. La limaza les seguía con la vista y se decía:

-¡Cómo me temen!

Teniendo delante un espejo, se cae en la tentación de mirarse. En ella caía la limaza; y al ver reflejada su imagen en las aguas y al compararse con los insectos de la superficie y con las sabandijas del fondo, murmuraba:

-¡Qué diferencia entre ellos y yo! Juntando todos los insectos, no llegan a la mitad de mi volumen.

Por este estilo discurría, y como no había quién la contradijera, llegó a deducir que era fuerte, que era bella, que era temible y no sabemos cuántas otras cosas, pues el vanidoso suele no hallar límites cuando la presunción le empuja.

A lo dicho hemos de añadir que las ventanas de la escuela del pueblo daban a la huerta y que la limaza oía las explicaciones del señor maestro; y a fuerza de repetir éste las descripciones geográficas, sacó un alumno aprovechado, del cual no tenía noticia; y este alumno no era otro que la limaza.

¡Lo que son las cosas! Tanto oyó hablar de mares y ríos y países lejanos y de las bellezas de la naturaleza, que la limaza resolvió dar la vuelta al mundo; y como los preparativos eran para ella muy sencillos, pues con poner en movimiento su cuerpo todo estaba listo sin necesidad de maleta ni dinero, echó a andar; mejor dicho, comenzó a arrastrarse, describiendo círculos alrededor del pozo, pero siempre subiendo, pareciéndole que éste era el camino más corto. Como lo único que en realidad hacía era moverse y fatigarse perdiendo el tiempo y gastando inútilmente sus fuerzas, empleó veinte días en llegar al brocal; y una vez hubo movido a derecha e izquierda los dos tentáculos en los que tienen los ojos los animales de su especie, se dijo muy satisfecha que otro hubiera necesitado triple tiempo para llegar a donde ella; y se dijo triple, porque no le bastaba en todas las cosas doblar a los demás seres, pues cuando menos quería triplicarles.

Después de haber tomado algún descanso, calculó el efecto que su presencia había de producir en el mundo. Pero ¿dónde está el mundo? se preguntó la limaza. Volvió a mirar, y como de las explicaciones del señor maestro había sacado en limpio o en turbio que el mundo era redondo, al ver que lo era el pozo, se convenció de que, dando la vuelta al brocal, daba la vuelta al mundo.

Ya reposada, se arrastró de nuevo. La noche anterior había llovido y se había llenado de agua la juntura de dos ladrillos. La limaza creyó hallarse ante el Tajo, cuya corriente había ponderado el maestro, admiró el caudaloso río, y al pasarlo se convenció de que era un animal privilegiado, pues su cuerpo llegó a la opuesta orilla cuando aún se apoyaba en la otra.

-¡Oh río, tan abundante en aguas como en profundidad! exclamó; ¿qué eres si conmigo te comparas?

Poco después halló un hoyuelo formado por la falta de un ladrillo, y como también estuviese lleno de agua, lo tomó por el Atlántico. Algunos segundos se entretuvo en su contemplación y convirtió en poderosos y veleros buques varios fragmentos de hojas de perejil que en el agua había. Dejó atrás el hoyo, pensando que las cosas están en relación con la importancia del que las mira, pues el Océano, tan temible para los hombres, era para ella un juguete, como lo probaba el haberlo atravesado en pocos instantes, en vez de los muchos días que en igual tarea empleaba un vapor. Una vez hubo pasado el Atlántico exclamó:

-¡Ya estoy en América!

Se hallaba al lado de un troncho de col; y como el sol desapareciese en el horizonte, puso fin la limaza a la primera parte de su viaje de circunnavegación.


- II -

Con el alba despertó la limaza, y al mirar el troncho de col creyó encontrarse a la entrada de uno de aquellos bosques vírgenes de América y pensó que el señor maestro no había exagerado al ponderar la esplendidez de la vegetación americana, pues nunca había visto cosa semejante. Los ladrillos tomados de moho, le parecieron las inmensas praderas de la América del Norte; y como su presencia turbase la tranquilidad de varios de esos bichos que en los parajes húmedos habitan, creyó que eran rebaños de búfalos. Más allá había un tiesto por entre cuyas rendijas se escapaban gotas de agua. Se detuvo la limaza y exclamó:

-¡Éstas deben ser las cataratas del Niágara! ¡Oh portento de la naturaleza, jamás igualado!

Un mosquito pasó zumbando por encima del descalabrado tiesto, y la limaza murmuró:

-Águila es este pájaro que por encima del Niágara vuela, sin que le imponga pavor tan asombroso salto de agua. Sólo yo y el águila somos capaces de tanta intrepidez.

Encogió su cuerpo, lo estiró y siguió su viaje, que interrumpió un agujereado puchero puesto boca abajo, que después de haber estado convertido por espacio de muchos años en nido de gorriones, había ido a parar allí porque ya ni para tal uso servía. Al considerar su elevación, se dijo que aquello debía ser la cordillera de los Andes, y al recordar que los Andes estaban en la América meridional, acabó de formarse extraordinario concepto de sí mismo, pues en pocas horas se había trasladado del Niágara a los Andes, tan distantes para los hombres y tan cercanos para la limaza. Resolvió pasar la noche al pie de la cordillera y así lo hizo.