Yerba santa

de Abraham Valdelomar



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- VII -

Recuerdo vagamente, como se recuerda un sueño, el día de Jueves Santo. Era el día del Señor de Luren, el patrón de mi pueblo. Durante muchas semanas antes, empezaban a llegar a Ica las ofrendas de todos los pueblos comarcanos; de los hacendados espléndidos de ése y de otros valles. Los ricos hombres de Cañete solían llevar, en persona, haciendo luengas caminatas, el presente de sus corazones agradecidos al Señor. Caballeros en potros briosos, brillantes, ricamente aperados, llegaban los señores dueños de grandes haciendas; y desfilaban por las calles montados en caballos “de paso” de grácil andar femenino: larga y peinada crin, vibrantes ijares, ceñida cincha, negro y lustroso pellón, riendas lujosas de plata; e iban con sendos sombreros de ala curva y extensa; y ponchos de finos pliegues y pañuelo al cuello con anillo de oro, y espuelas alegres y de argentino sonar; y cabriolaban las caballerías levantando nubes de polvo con gran asombro y desconcierto de la bulliciosa chiquillería, mientras los fieles enlutados, cruzaban la caldeada acera, llevando flores, o zahumadores de filigrana, o cirios gruesos y decorados o ramos grandes de albahaca. Sonaban a muerto las campanas, chirriaban a ratos las matracas, y oíase el singular sonsonete de los vendedores que ayuntados, de dos en dos, cargaban balaes tejidos con carrizo, forrados en pellejo de cabritillo, y anunciaban su apetitosa mercancía en tono musical:

–¡Pan de dulce, pan de dulce! ¡A la regala! ¡Pan de dulce!

Y los balaes rebosaban con los bizcochos, que los había de todo tamaño; y ora llevaban dibujos los de a diez reales; y ora eran bañados con azúcar los de a cuartillo; y aquestos tenían almendras y esotros llevaban canelones y todos eran manjar imprescindible en el duelo aldeano de la Cristiandad.

Ayunaba aquel día la gente del pueblo. Encerrábamos a los chiquillos en los jardines o corralones y a todos se nos decía:

–¡Hoy no se ríe, ni se canta, ni se juega, ni se habla fuerte, porque se ha muerto el Señor!

Por la tarde las gentes con sus mejores trajes de luto, dirigiéndose a la Iglesia de Luren, donde estaba el Cristo que la víspera, con grandes ceremonias, habían bajado de su altar, en presencia de miles de peregrinos y gentes de lugar que llevaban grandes cantidades de algodón en rama, esponjoso y blanco, limpiaban con sus madejas el llagado cuerpo del Rabí, y guardábanlas luego como panacea para todas las enfermedades. Ora servía para el “mal de ojos”, ora para quitar el demonio del cuerpo de los poseídos, ora para recuperar un potro robado, ora, en fin, para curar las mil y una dolencias a que está sometido nuestro frágil natural.

La iglesia del Señor de Luren era pequeña como albergue de pobre, pero blanca, tranquila y soleada. Un techón abovedado y bajo, una sola nave, unas pocas ringleras de banquillos para los orantes; una vetusta, de granito, pila; sobre las columnas, y a la altura del techo, la fila de cuadros con los “pasos” del Calvario, viejos cromos con sendos marcos antiguos; pobres y desmantelados altares provistos en toda hora de margaritas y albahacas, entre las cuales agonizaban las amarillentas lenguas de los cirios, y aquí y acullá, en dispersión y desorden, todo linaje de “reclinatorios” con sus respaldares de totora, y, en la madera rústica de sauce, las iniciales de sus poseedoras.

Pegada a la iglesia como si en ella se cobijara, estaba la casa del señor cura. Grandes salas destartaladas por cuyos techos, los huecos y rendijones, dejaban pasar a chorros la alegría de los rayos del sol, alborotados y jocundos cual colegiales. Un aroma de albahacas y de zahumerio aleteaba en el pequeño templo. Aquel día los fieles iban todos a llorar la muerte del Redentor y había de verse el rostro apenado, manso, dulce, triste, hermoso, radiante de ternura de aquel Cristo generoso a quien jamás se demandara favor que fuese defraudada la petición.

El día de la procesión, las gentes más distinguidas del lugar la presidían. A las nueve de la noche, con extraordinaria pompa salía el cortejo de la Iglesia, en cuya plaza y alrededores esperaba el pueblo, para acompañarlo. Salían las andas, con sus santos y santas; pomposos sus trajes de oro y plata relumbraban a las luces amarillas de los cirios. Las señoritas iban delante, rodeando a “la cruz alta”; hacía calle el pueblo en dos hileras; cada persona llevaba en la mano un cirio encendido, en cuyo cuello se ataba una especie de abanico, para protegerle del viento. Grandes ramos de albahacas olorosas y flores de toda clase, traídas muchas de ellas desde comarcas lejanas, eran arrojadas al paso del Señor de Luren, que pasaba en hombros de gentes creyentes y distinguidas, envuelto en las nubes aromáticas de sahumerio que hacían en sus sahumadores de plata las niñitas y las damas que iban delante; las luces, el sahumerio, el perfume suave y exquisito de las albahacas, el singular olor de los cirios que ardían, la marcha cadenciosa y lamentable de la música, que desde la capital era enviada especialmente y el contrito silencio de las gentes, daban a ese desfile religioso, admirable, amado y único, un aspecto imponente y majestuoso.


- VIII -

Faltaban pocos días para que mi madre nos llevase, de vuelta, a Pisco. Nosotros deseábamos quedarnos. Ica era nuestra tierra, allí habíamos nacido, allí teníamos parientes y amigos, chacras donde pasear, haciendas lejanas a donde había de irse a caballo. Por fin allí estaba “San Miguel”, la antigua hacienda de nuestro abuelo, que aunque nosotros jamás poseímos, nos era amada, como un cofre antiguo, en el cual hubiera puesto sus manos alguna anciana querida.

Consiguieron, de mamá, mis hermanos, que aceptara la invitación de ir a conocer una hacienda de gentes amigas, ya que al ir, pasaríamos por “San Miguel”, la antigua hacienda de los abuelos, hoy en extrañas manos. A los ruegos, accedió mi madre; y dos días antes de volver a Pisco, en una mañana muy fresca y alegre, salimos a caballo para la excursión. Tomamos, por el lado de San Juan de Dios, pasando por la Iglesia y el Hospital, y llegamos hasta la “Acequia Grande” dejando a la izquierda “Saraja” y la Hacienda de los “Pazuelos”, y nos internamos en el valle. Caminamos largo, y por fin, llegamos a un callejón, entre sombrado y pedregoso, que terminaba en una acequia de cal y canto, destruida y salida de lecho. Mamá nos dijo:

–Aquí es “San Miguel”, ésa es la antigua casa de la Hacienda y eso que está al frente, era el galpón donde se guardaba a los negros esclavos. Bajamos, recibiónos tío José de la Rosa, poseedor de ella, aquel buen viejo, gastador y alegre, casado con tía Joaquina, de los Fernández Prada, viejita dulce y más buena que el pan blanco y que muchos años después se murió de tristeza.

Todavía paréceme oír al tío José de la Rosa, decirme:

–Mira, muchacho, esta es la casa de tu abuelo, mi padre, don Diego y de mamá María, tu abuela. Aquí pasaron su vida los pobrecitos, aquí crecimos todos los hermanos, aquí pasó su niñez y su juventud tu padre, aquí vivió Gertrudis, mi pobre hermana ciega, la preferida.

Llevóme a otro salón donde se conservaba todavía algo de aquellos tiempos, en la pintura de las paredes, en los muebles casi todos apolillados, en las grandes mesas de centro, en las cómodas de fina madera.

–Este era el comedor –me dijo luego, enseñándome un cuarto–. Aquí estaba la despensa, donde se guardan todavía los plátanos, las pasas y los higos secos, las sandías, los melones y los zapallos.

Volvimos al corredor desde el cual, que estaba sobre un pequeño montículo, se veía todo el campo. Por allí un cerco verde, en el cual columbrábase el gañán, guiando la pareja de bueyes que araba la tierra; por otro lado dos o tres peones cerraban una compuerta; venía camino abajo, en su burro, una india, envuelta en su pañolón a cuadros; y, por todas partes, bajo el caliente sol, laboraban las sencillas gentes, cantando, solos, bajo el cielo, mientras que en mí se filtraba una indecible tristeza que a cada recuerdo de los parientes, crecía. Hablóse de mi abuelo, aquel viejo caballeresco y añoso: don Diego, respetado y querido por todo el mundo; de la buena abuela María, a quien los peones y colonos solamente decían: Doña Maco, y salían a relucir hechos y nombres de Muñoces y Fajardos, y Antoñetes y Quintanas, Elías y Quevedos, Olaecheas y Lujanes; y se contaban cosas del tiempo del Virrey, y de los Libertadores y de los abuelos y de los tiempos idos.

Ya por la tarde, bajado un poco el sol, tomamos nuevamente las bestias, para ir a la Hacienda cuyo nombre ahora no recuerdo, que tantos años dello hace; y no me recuerdo tampoco qué camino hicimos para llegar. Sólo está fija en mi memoria la visión de esa rara hacienda. Era fresca y fecunda la tierra; crecían en los cercos, en medio de los maizales, campanillas moradas y azules y blancas; y la tierra siempre estaba húmeda. Y había árboles muy altos, muy altos; de cuyos pendían, arracimadas, esféricas, las amarillas peras.

Fue necesario salir del rancho y de la Hacienda y caminar a pie un gran trecho; caminamos, y por fin alguien dijo:

–¡Escuchen, es el ruido de las peras!

Sentíase un rumor caricioso y lejano, como si fuera rumor de olas. Efectivamente, llegamos a un lugar amplio, lleno de sembríos, en donde enormes y gruesos crecían los perales. A pocos metros extendíase ya el arenal estéril e infecundo, y de él venían a ratos ráfagas de viento que hacían sonar con ruido extraño las hojas de los perales, que siendo como de papel, al rozarse con el viento, hacen ruido seco, especial e inquietante. Penden, entre las hojas, las peras en grandes racimos, que el aire mueve y hace vibrar.

Manuel, que seguía silencioso, preguntó:

–Y este desierto ¿dónde termina?

–¡En el mar! –le respondieron.

No dijo más el muchacho, y como fue necesario volver a la Hacienda, cogidas las peras, volvimos todos. En la noche, después del suculento yantar, salimos al corredor y entonces, en las tinieblas, en la oscuridad del campo, donde sólo se oía el ladrar lejano de algún perro, el silbido de los arrieros que pasaban camino abajo, y el perenne violín de los grillos, todos le suplicaron a Manuel que cantase. Cogió él la vihuela y bajo la luz del farol de kerosene, amarillenta y menguada, cantó su yaraví:

 

En tu ventana moría el sol,

y abajo, lento, cantaba el mar;

y ella reía llena de amor,

rubia del oro crepuscular…

¡rubia del oro crepuscular!

 

¡Ah, la tristeza infinita de su voz! ¡Cómo iba entrando en el espíritu toda la melancolía de ese muchacho, al son de la guitarra y en las tinieblas de la noche; bajo la cual extendíase el campo, oscuro, siniestro; donde, de vez en cuando, parpadeaba una lucecilla amarillenta! ¿Qué cosa extraña tienen los que van a morirse? Parece que los acompañara algo misterioso; algo que se ve en sus ojos, que los torna más dulces y más buenos; que los hace sonreír, piadosamente, por todos los que se van a quedar! Manuel siguió cantando y terminó por fin su canción:

 

No volvió nunca mi pobre amor

jamás su mano volví a besar;

todas las tardes moría el sol

¡y su ventana no se abrió más!

¡y su ventana no se abrió más!

 

Cesó de cantar y pidió su caballo. Nosotros debíamos quedarnos en la Hacienda hasta el día siguiente, y él insistió tanto que se le dejó partir. Tomó su caballo, cabalgó ágilmente, cruzóse el poncho, dio un sonoro pencazo en las pródigas ancas, y se perdió en el camino cubierto de sombras, penetró en el cerrado misterio tenebroso. Sintióse unos instantes el galope sordo e isócrono del potro pujante, y luego, en el silencio campesino, en la noche profunda, en el espacio mudo, un búho, con sus ojos fosforescentes y redondos, pasó por el comedor, como si viniera de muy lejos; aleteó torpemente y, antes de perderse de nuevo gritó con un grito pavoroso:

–¡Crac! Crac! Crac!…

Yo me quedé dormido en el regazo tibio de mi buena madre.