Yerba santa

de Abraham Valdelomar



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- IV -

Una tarde llegó Manuel a casa muy preocupado. Así llegó el segundo y lo mismo fue el tercero día. Nadie pudo conocer el motivo de su tristeza. Por la noche, fuimos al muelle a ver la luna sobre el mar. En un carrito conducido por los sirvientes, llegamos a la explanada sobre la cual eleva el faro su ojo ciclópeo y amarillo, cuyas miradas se quebraban en las aguas agitadas y sollozantes. Mientras conversaban las personas mayores, Manuel descendió por la escala del embarcadero y sobre el último descanso se puso a cantar con la guitarra.

En la paz de la noche, bajo la luna clara, en el frescor marino, la música tenía notas extrañas que yo recuerdo medrosamente. Manuel cantaba un yaraví que se deshacía en la brisa y se mezclaba al rumor de las olas. Yo he guardado un trozo de esa inolvidable canción, toda mi vida, en la memoria:

 

En su ventana moría el sol

y abajo, lento, cantaba el mar;

y ella reía llena de amor

rubia de oro crepuscular…

 

No volvió nunca mi pobre amor

yo desde lejos la vi pasar;

todas las tardes moría el sol

y su ventana no se abrió más...

¡y su ventana no se abrió más!

 

Los versos eran de Manuel. Enmudecieron todos. Y aquella noche oí desde mi cuarto sus sollozos de angustia.


- V -

Manuel estaba muy enfermo y mi padre quiso mandarlo a Ica, a casa de la señora Eufemia, su madre. El tren salía a las ocho. Mis hermanos se levantaron temprano y en la casa había la agitación confusa de un día de viaje. Una criada arreglaba la maleta de Manuel mientras se servía el desayuno. Ponía mi madre carne fría en las hogazas y humeaba el té en las jícaras. Terminado el desayuno, durante el cual Manuel no habló una palabra, mi padre le dijo:

–Todo está listo. ¡Anda, Manuel, hijo mío, despídete!

El criado había marchado ya con las liadas ropas. Manuel se puso de pie, acercóse a mi madre y al abrazarla echó a llorar. Apenas se le oían palabras inconexas. Se despidió de todos y salió rodeado de nosotros.

A poco el convoy se perdía, sobre los rieles, en las curvas brillantes, hacia el desierto amarillo y radiante, camino de Ica.


- VI -

Llegó el lunes de Semana Santa y nosotros, según la vieja costumbre, fuimos llevados a Ica por mi madre. Nos alojamos en casa de “la abuelita”. El tren había llegado de noche y después de cenar nos acostamos. Jamás olvidaré el amanecer de aquel Lunes Santo. Al abrir los ojos, en el estrecho cuarto, vi, iluminando la extensión, sobre una vieja puerta cerrada, por cuyas rendijas la luz de la mañana entraba a chorros, una ventana de barrotes de madera tallados, entre los cuales jugueteaba el extendido brazo de una vid alegre, fresca e inquieta. Un vocerío de gorriones poblaba el jardín cercano, y vibraban las voces familiares, y el mugir de las vacas y el sonar de baldes y cacharros…

–¡Niño, niño, vamos a tomar la leche cruda..!

Y uno traía uvas “pintas”; y otro en el regazo, mangos, y otro rosquitas mantecadas. ¡Qué olor de monturas, de menesteres de trabajo! ¡Qué ropas tan buenas las de aquella cama tibia y amorosa! ¡Qué mañana tan hermosa donde todo era tan bueno, dulce y tranquilo! Vestidos de prisa, salimos todos. El cuarto daba a una enramada cubierta de parrales, entre cuyas hojas pendían maduros los racimos ubérrimos. Los sarmientos acariciaban los muros con sus retorcidos tentáculos. Al fondo, ya en el corral, un floripondio con sus invertidas ánforas, perfumaba; y junto al pozo de enladrillado broquel, sobre el guano oliente y blando, atada por una pata, la vaca, enorme y panzuda, de grandes ubres henchidas, se dejaba ordeñar tranquila. El blanco chorro caía al compás de la mano experta de un mocetón en un balde de zinc produciendo un ruido característico y levantando espuma. Y un vapor de cosa caliente, de leche pura, que tenía algo de la vida aún cálida, salía del balde y acariciaba la ubre, como una nube de incienso. Me ofrecieron un jarro, harto de espuma. ¡Oh, el exquisito beber la dulce leche con calor de madre, con sabor de cosa sublime! Después mi abuela nos llevó al jardín, al pequeño jardín obra de sus manos sarmentosas. Sobre restos de botellas que antes sirvieran para guardar el agua y las lejías y los ponches de agraz de navidad, ella había puesto tierra nueva e improvisado macetas. Tenía allí violetas, la flor más rara en la aldea; ñorbos, que sobre el enrejado de cañas nacían, crecían y morían; raquíticos y elegantes chirimoyos de perfumadas hojas; aristocráticos mangos, de finos tallos infantiles y transparentes, y paltos verdes que conservaban aún la roja enorme semilla, pegada al tronco incipiente; y agua de lavanda y romero florecido y balsámico; y albahacas verdes, coposas y enanas; y, ya liberado del tiesto, en plena tierra, en un rincón del jardín, un jazminillo de la India… Tantas cosas, tan bellas que están muertas como la buena abuelita y como el pobre Manuel y como mis ilusiones de esos días y como estas mañanas de sol, que yo no he vuelto a ver nunca y como todo lo que es bello, y juvenil; y que pasa, y que no vuelve más…