Poesías

de Abraham Valdelomar



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Los violines húngaros

                    Para Rafael Belaúnde.

Los violines húngaros con notas lejanas,
marcaban el paso de las princesitas
que al rústico templo, todas las mañanas
llevaban aromas de cosas marchitas.

Las dos princesitas, rubias encantadas
soñaban la vida de un cuento de hadas
en cuyo prefacio reía Merlín;
cuando iban cantando bajo de los tilos
y arrancando flores en los peristilos
que hay en el palacio del viejo jardín.

Las dos princesitas de rostro muriente
entraron al templo silenciosamente
a orar la plegaria triste y lastimera
ante la divina virgen sonriente
delicadamente modelada en cera.

El viento que siempre baladas lejanas
silentes y tristes como caravanas
lleva a los palacios de los soñadores
cantó a las princesa sus notas tranquilas
al llorar doliente de viejas esquilas
cuando ya en el templo morían las flores.

El Sol. Las princesas ropadas en sedas
como las tanagras de un rito pagano
vuelven tristemente por las alamedas
mientras en las vegas del jardín lejano
los violines húngaros suenan piano... piano...


Nocturno

Ya la ciudad está dormida,
yo solo cruzo su silencio
y tengo miedo que despierte
al suave roce de mis pasos lentos…

La iglesia eleva sus dos torres
en la oquedad honda del cielo
y cruza el aire el pentagrama
del poste del teléfono.

Pide limosna, lamentable,
un mendicante viejo y ciego
y habla de Dios y dice: ¡Hermanos!
y tiende al aire su sombrero.

Pasa un borracho hinchado el rostro,
echa hacia mí su aliento fétido,
alza los brazos y gritando:
-¡Viva el Perú!- se cae al suelo.

La luz de un arco parpadea,
chocan sobre ella los insectos,
cambia a mis pasos la quebrada
rara silueta de los techos.

Duerme un cansado caminante
en el dintel amplio del templo
y allí en la esquina, junto a un poste,
con gravedad se mea un perro.

Ya la ciudad está dormida,
yo solo cruzo su silencio
y me parece que alguien sigue
mis pasos a lo lejos…

Un auto lleno de farautes
pasa, alborota, insulta; entre ellos
van las criollas cortesanas
zambas, pintadas y de pies pequeños.

Ya la ciudad está dormida,
yo solo cruzo su silencio;
repite el eco en el vacío
el duro golpe de mis pasos lentos.

De estas cien mil almas que duermen
¿cuál soñará lo que yo pienso?...
¿Acaso aquella que esta tarde
sonrió a mi paso y me miró en silencio?

En los siniestros hospitales
se moverán insomnes los enfermos…
¿Quién llorará desconsoladamente?...
¿Quién se estará muriendo?...

¿En cuántos labios juveniles
se contraerán frases y besos?
¡Cuántas mentiras adorables!
¡Qué desgraciados estarán naciendo!

Y ella en la muda alcoba blanca,
rosado y tibio su jugoso cuerpo,
extenderá su cabellera rubia
sobre las rojas flores de sus senos.

Y una sonrisa insinuarán sus labios
y su nariz aspirará deseos
¡y yo estoy vivo, yo lo sé y la adoro
y ahora no puedo darla un beso!

Y pasarán inexorables
horas y días, juventud y sueños.
Hoy tengo miedo de morirme.
¡Qué solo debe estar el cementerio!

Ya la ciudad está dormida
y sólo cruza su silencio
el ruido que hace la pesada
negra carroza de los muertos…


Ofertorio

Cuando el rojo crepúsculo en la aldea ponía
la silenciosa nota de su melancolía,
desde la blanca orilla iba a mirar el mar.
Todo lo que él me dijo aún en mi alma persiste:
–«mi padre era callado y mi madre era triste
y la alegría nadie me la supo enseñar»–

A veces, en la sombra, la vaguedad marina
cruzaba el blanco triángulo de una vela latina
y se esfumaba en el confín;
desgranaba las lágrimas de su espuma una ola
y una ave en el espacio se deslizaba sola
hacia la costa curva y gris.

El faro como un cíclope con el ojo encendido,
buscaba entre las sombras algún buque perdido,
–desnudo y fuerte como un pescador–,
ofreciendo su estela como un pródigo brazo
y sus férreas escalas como un duro regazo:
tal a los reyes magos la estrella del Señor...

Hoy, con mi barca débil navegando en la ignota
inmensidad brumosa, la blanca vela rota,
tu espíritu bueno me sepa guiar.
Tú, blanca, dulce, triste, pensativa, adorada,
recuerda y pon en estas palabras tu mirada
amorosa y profunda como el cielo y el mar...


Ritornello

Para vivir en el amor
basta que un alma nos sonría.
¿Qué nos importa que el dolor
con un rictus de vencedor
exhiba su máscara fría?
Para vivir en el amor
basta que un alma nos sonría.

Para luchar contra el destino
basta que un alma nos escude.
Torvo y siniestro, en el camino,
que el búho envidioso y cetrino
nos grite al paso y se demude.
Para luchar contra el destino
basta que un alma nos escude.

Para librarnos del olvido
basta que un alma nos comprenda,
¿qué importa el ser o no haber sido
o que el destino adverso, herido,
sus iras trágicas encienda?
Para librarnos del olvido
basta que un alma nos comprenda.


Tristitia

Mi infancia que fue dulce, serena, triste y sola
se deslizó en la paz de una aldea lejana,
entre el manso rumor con que muere una ola
y el tañer doloroso de una vieja campana.

Dábame el mar la nota de su melancolía,
el cielo la serena quietud de su belleza,
los besos de mi madre una dulce alegría
y la muerte del sol una vaga tristeza.

En la mañana azul, al despertar, sentía
el canto de las olas como una melodía
y luego el soplo denso, perfumado del mar,

y lo que él me dijera aún en mi alma persiste;
mi padre era callado y mi madre era triste
y la alegría nadie me la supo enseñar...


Yo, pecador

Mi boca fue a manera de un ático panal
do acudieron los besos en lírico tropel,
abejas amorosas que llenaron de miel
mi espíritu sediento y mi carne mortal.

Ha gravitado en mi alma, sincera y vertical,
la voz inexorable y cóncava, de aquel
de testa fascinante que al bíblico vergel
arrancó la manzana con giros de espiral.

Soy, Señor, de tus siervos, quien más ha delinquido:
el no poder amar fue mi pena más honda,
el no poder besar fue mi mayor tormento.

Dame, de tus castigos, la acre copa redonda;
y pues soy de tus siervos el que más te ha ofendido,
yo te pido perdón.. ¡pero no me arrepiento!

 


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