El buque negro

de Abraham Valdelomar



Capítulos: [1] [2] [3] [4]

Capítulo III

Pasamos un puentecillo, saltando después adobes enormes y llegamos a los muros de la iglesia. Entonces la criada, una vieja negra, empezó a decir:

 

–Dicen que en esta iglesia penan. Que por las mañanas, al rayar el alba, se ve, por las rendijas, salir un padre con su casulla y decir una misa, con un sacristán; y que los dos solos, recorren después la iglesia echando agua bendita, y se meten luego a la sacristía...

 

–Calla, mujer –dijo mi padre–. No digas tonterías...

 

–Sí, señor. Y por las tardes, a eso de las seis, se oye cantar muy bajito un coro, y suena tres veces una campana...

 

Nos íbamos acercando a la iglesia. Toda estaba tapiada. En la puerta mayor cubierta con adobes quedaban aún algunos trozos de madera. Pequeños huecos por todas partes. Por las torres en escombros salían mechones de grama; acerquéme yo y observé por una rendija. Dentro no había nada. Los nichos de los altares sin santos, la nave terrosa, abandonada; algunos trozos de madera caídos y cubiertos de polvo, el altar mayor vacío, lleno de huecos y por las rendijas filtrábase la luz. Cruzó un murciélago de un rincón a otro, y al retirarme y seguir con los demás, algunos búhos que desde el techo nos miraban, volaron gritando.

 

–Ya vamos a llegar –dijo mi padre–. Allí está el pepinal...

 

En efecto, al frente se destacaba una choza; cercos verdes; una chacrita alegre. Los pepinos, con sus moradas hojas cubrían la extensión. Era necesario pasar un pequeño montículo, y lo ascendimos. Cansáronse todos un poco en la ascensión, y una vez arriba nos detuvimos para hacer un pequeño descanso. Allí al lado estaba la casa del chacarero bajo unos sauces, al pie corría una linda acequia bordeada de ajíes rojos y de margaritas olorosas. Ladró un perro, lo riñó un viejo labrador y dijo:

 

–¡Buenas tardes nos dé Dios!...

 

–Buenas tardes –contestó mi madre.

 

Íbamos a descender. Isabel se detuvo de pronto, mirando fijamente el mar que se extendía muy lejos...

 

–Pero mujer, alégrate un poco...

 

Isabel miraba con los enormes ojos abiertos, más pálida aún, sin escuchar nada. Dio un grito extraño; temblaba, sobre el montículo. Se acercaron a ella:

 

–¡Isabel!

 

La mujer apretando fuertemente la mano de mi padre y señalando el mar gritó con un grito frío:

 

–¡El buque negro! ¡Vean, vean!...

 

Miramos todos. A lo lejos, en la bahía lejana se destacaba entre botecillos y balandras, la silueta de un barco, de tres palos...

 

–¡El buque negro! –gritó desesperada Isabel, bajando como loca.

 

Tomáronla en los brazos, y tomamos todos mientras mis padres y mis hermanos la conducían casi cargada camino de "La Playa".

 

–Va a haber "paracas" –dijo mi padre.

 

El viento empezó a azotar los árboles. Densos remolinos levantaban las hojas, a lo lejos. Oscurecióse un poco el cielo. Oímos ladrar lejanamente a los perros y seguimos de prisa, sin prorrumpir palabra. Todos estábamos pálidos.