El buque negro

de Abraham Valdelomar



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Capítulo II

La triste alegría del mar.

 

Amaneció un día claro de octubre; las embarcaciones se distinguían tan preciso en el puerto, que parecían vistas a través de un anteojo. Podían contarse los mástiles y las múltiples cuerdas y hasta letras de los barcos se distinguían vagamente. El mar estaba agitado, casi alegre, parecía reírse. Las olas, bajo un aire fresco y transparente, deshacíanse en gotas brillantes. El sol era espléndido, pero tibio.

 

Para mí, fue aquella, una mañana blanca. Nada pasó por mi espíritu. No tuve una alegría ni un temor ni una tristeza. Después del almuerzo mientras nos preparábamos para el paseo, mi padre fue a traer a Isabel. Mis hermanas pusiéronse sus alegres trajes dibujados con flores, y sus "pastoras" de paja, que se sujetaban graciosamente sobre el pecho con anchas cintas de seda.

 

La sirvienta, en una canasta llevaba las provisiones, pan de manteca, carne fría y algunas cajas de conservas. Llegó Isabel, acompañada de mi padre. La infeliz causaba espanto. ¡Qué palidez había en su cara que envejecía, qué ojos profundos, qué manos afiladas! Vestía una liviana ropa negra. Saludó a todos y a poco salimos.

 

¡Qué tarde era aquella, Señor! ¿Qué claridad siniestra había en el puerto? ¿Qué trágico silencio envolvió las cosas? ¿Dónde estaban las gentes del pueblo? Atravesamos la plazuela destartalada y salitrosa donde estaba mi casa, tomamos los rieles del tren, caminamos un poco junto a los toñuces, y después pasamos por "la factoría", una casa hecha de carcomidas calaminas, donde se componían los carros, mohosos y rotos, había muelles viejos, ruedas inmóviles, calderos agujereados, piezas de mecánica, abandonados sobre la grama que trepaba, raquítica, sobre ellos.

 

Pasamos después por "la palma" donde decían que de noche salía un hombre y luego por un camino de sauces. Llegamos al "pueblo". Atravesamos unas cuantas calles apartadas. Cruzamos por la plaza de armas, empedrada y sombreada por enormes ficus, en un ángulo estaba la Iglesia de la Compañía, con un mitológico animal sobre la puerta y con sus torrecillas chatas. Entramos después por un angosto camino pedregoso que sombreaban enormes y tranquilos sauces llorones, bajo los cuales corría una acequia, pero tan débilmente que parecía estancada. Debía ser la suya una agua muy fría, transparente, poblada de berros y verdolagas.

 

Caminamos así mucho tiempo. Pero todos iban en silencio. De vez en cuando las palabras sonaban huecamente, abovedadas y morían. Iba en medio Isabel. La rodeábamos todos. Era una procesión de almas en pena. ¿Por qué no se reía nadie, Señor, no había alegría aquella tarde?

 

Alguien dijo que aquel no era el camino. Hubo necesidad de volver un poco y cruzar. Estábamos bastante alejados de la población. Era necesario pasar por la "iglesia vieja". Y hacia ella encaminamos los pasos. Empezó a soplar un viento seco. Por fin vimos a lo lejos, tras de las tapias recortarse el redondo lomo de un templo abandonado, seguimos.