Anaconda

de Horacio Quiroga



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Capítulo X

El personal del Instituto velaba al pie de la cama del peón mordido por la yarará. Pronto debía amanecer. Un empleado se asomó a la ventana por donde entraba la noche caliente y creyó oír ruido en uno de los galpones. Prestó oído un rato y dijo:

-Me parece que es en la caballeriza... Vaya a ver Fragoso.

El aludido encendió el farol de viento y salió, en tanto que los demás quedaban atentos, con el oído alerto.

No había transcurrido medio minuto cuando sentían pasos precipitados en el patio y Fragoso aparecía, pálido de sorpresa.

-¡La caballeriza está llena de víboras! -dijo.

-¿Llena? -preguntó el nuevo jefe-. ¿Qué es eso? ¿Qué pasa?

-No sé...

-Vayamos...

Y se lanzaron afuera.

-¡Daboy! ¡Daboy! -llamó el jefe al perro que gemía soñando bajo la cama del enfermo. Y corriendo todos entraron en la caballeriza.

Allí, a la luz del farol de viento, pudieron ver al caballo y a la mula debatiéndose a patadas contra sesenta u ochenta víboras que inundaban la caballeriza. Los animales relinchaban y hacían volar a coces los pesebres; pero las víboras, como si las dirigiera una inteligencia superior, esquivaban los golpes y mordían con furia.

Los hombres, con el impulso de la llegada, habían caído entre ellas. Ante el brusco golpe de luz, las invasoras se detuvieron un instante, para lanzarse en seguida silbando a un nuevo asalto, que, dada la confusión de caballos y hombres, no se sabía contra quién iba dirigido.

El personal del Instituto se vio así rodeado por todas partes de víboras. Fragoso sintió un golpe de colmillos en el borde de las botas, a medio centímetro de su rodilla, y descargó su vara - vara dura y flexible que nunca falta en una casa de bosque - sobre el atacante. El nuevo director partió en dos a otra, y el otro empleado tuvo tiempo de aplastar la cabeza, sobre el cuello mismo del perro, a una gran víbora que acababa de arrollarse con pasmosa velocidad al pescuezo del animal.

Esto pasó en menos de diez segundos. Las varas caían con furioso vigor sobre las víboras que avanzaban siempre, mordían las botas, pretendían trepar por las piernas. Y en medio del relinchar de los caballos, los gritos de los hombres, los ladridos del perro y el silbido de las víboras, el asalto ejercía cada vez más presión sobre los defensores, cuando Fragoso, al precipitarse sobre una inmensa víbora que creyera reconocer, pisó sobre un cuerpo a toda velocidad, y cayó, mientras el farol, roto en mil pedazos, se apagaba.

-¡Atrás! -gritó el nuevo director-. ¡Daboy, aquí!

Y saltaron atrás, al patio, seguidos por el perro, que felizmente había podido desenredarse de entre la madeja de víboras. Pálidos y jadeantes, se miraron.

-Parece cosa del diablo... -murmuró el jefe-. Jamás he visto cosa igual... ¿qué tienen las víboras de este país? Ayer, aquella doble mordedura, como matemáticamente combinada... Hoy... Por suerte ignoran que nos han salvado a los caballos con sus mordeduras... Pronto amanecerá, y entonces será otra cosa.

-Me pareció que allí andaba la cobra real -dejó caer Fragoso, mientras se ligaba los músculos doloridos de la muñeca.

-Si -agregó el otro empleado-. Yo la vi bien... Y Daboy, ¿no tiene nada?

-No; muy mordido... Felizmente puede resistir cuanto quieran. Volvieron los hombres otra vez al enfermo, cuya respiración era mejor. Estaba ahora inundado en copiosa transpiración.

-Comienza a aclarar -dijo el nuevo director, asomándose a la ventana-. Usted, Antonio, podrá quedarse aquí. Fragoso y yo vamos a salir.

-¿Llevamos los lazos? -preguntó Fragoso.

-¡Oh, no! -repuso el jefe, sacudiendo cabeza-. Con otras víboras, las hubiéramos cazado a todas en un segundo. Estas son demasiado singulares.

Las varas y, a todo evento, el machete. 



- CAPÍTULO XI -

No singulares, sino víboras, que ante un inmenso peligro sumaban la inteligencia reunida de las especies, era el enemigo que había asaltado el Instituto Seroterápico.

La súbita oscuridad que siguiera al farol roto había advertido a las combatientes el peligro de mayor luz y mayor resistencia.

Además, comenzaban a sentir ya en la humedad de la atmósfera la inminencia del día.

-Si nos quedamos un momento más -exclamó Cruzada-, nos cortan la retirada. ¡Atrás!

-¡Atrás, atrás! -gritaron todas. Y atropellándose, pasándose las unas sobre las otras, se lanzaron al campo. Marchaban en tropel, espantadas, derrotadas, viendo con consternación que el día comenzaba a romper a lo lejos.

Llevaban ya veinte minutos de fuga cuando un ladrido claro y agudo, pero distante aún, detuvo a la columna jadeante.

-¡Un instante! -gritó Urutú Dorado-. Veamos cuántas somos, y qué podemos hacer.

A la luz aún incierta de la madrugada examinaron sus fuerzas. Entre las patas de los caballos habían quedado dieciocho serpientes muertas, entre ellas las dos culebras de coral. Atroz había sido partida en dos por Fragoso, y Drimobia yacía allá con el cráneo roto, mientras estrangulaba al perro. Faltaban además Coatiarita, Radínea y Boipeva. En total, veintitrés combatientes aniquilados. Pero las restantes, sin excepción de una sola, estaban todas magulladas, pisadas, pateadas, llenas de polvo y sangre entre las escamas rotas.

-He aquí el éxito de nuestra campaña -dijo amargamente Ñacaniná, deteniéndose un instante a restregar contra una piedra su cabeza-. ¡Te felicito, Hamadrías!

Pero para sí sola se guardaba lo que había oído tras la puerta cerrada de la caballeriza, pues había salido la última. ¡En vez de matar, habían salvado la vida a los caballos, que se extenuaban precisamente por falta de veneno!

Sabido es que para un caballo que se está inmunizando, el veneno le es tan indispensable para su vida diaria como el agua misma, y muere si le llega a faltar.

Un segundo ladrido de perro sobre el rastro sonó tras ellas.

-¡Estamos en inminente peligro! -gritó Terrífica-. ¿Qué hacemos?

-¡A la gruta! -clamaron todas, deslizándose a toda velocidad.

-¡Pero, están locas! -gritó la Ñacaniná, mientras corría-, ¡Las van a aplastar a todas! ¡Van a la muerte! Oíganme: ¡desbandémonos!

Las fugitivas se detuvieron, irresolutas. A pesar de su pánico, algo les decía que el desbande era la única medida salvadora, y miraron alocadas a todas partes. Una sola voz de apoyo, una sola, y se decidían.

Pero la cobra real, humillada, vencida en su segundo esfuerzo de dominación, repleta de odio para un país que en adelante debía serle eminentemente hostil, prefirió hundirse del todo, arrastrando con ella a las demás especies.

-¡Está loca Ñacaniná! -exclamó-. ¡A la caverna!

-¡Sí, a la caverna! -respondió la columna despavorida, huyendo-. ¡A la caverna!

La Ñacaniná vio aquello y comprendió que iban a la muerte. Pero viles, derrotadas, locas de pánico, las víboras iban a sacrificarse, a pesar de todo. Y con una altiva sacudida de lengua, ella, que podía ponerse impunemente a salvo por su velocidad, se dirigió como las otras directamente a la muerte.

Sintió así un cuerpo a su lado, y se alegró al reconocer a Anaconda.

-Ya ves -le dijo con una sonrisa- a lo que nos ha traído la asiática.

-Sí, es un mal bicho... -murmuró Anaconda, mientras corrían una junto a otra.

-¡Y ahora las lleva a hacerse masacrar todas juntas!...

-Ella, por lo menos- advirtió Anaconda con voz sombría-, no va a tener ese gusto...

Y ambas, con un esfuerzo de velocidad, alcanzaron a la columna. Ya habían llegado.

-¡Un momento! -Se adelantó Anaconda, cuyos ojos brillaban-. Ustedes lo ignoran, pero yo lo sé con certeza, que dentro de diez minutos no va a quedar viva una de nosotras. El Congreso y sus leyes están, pues, ya concluidos. ¿No es eso, Terrífica?

Se hizo un largo silencio.

-Sí -murmuró abrumada Terrífica-. Está concluido...

-Entonces -prosiguió Anaconda volviendo la cabeza a todos lados-, antes de morir quisiera... ¡Ah, mejor así! -concluyó satisfecha al ver a la cobra real que avanzaba lentamente hacia ella.

No era aquél probablemente el momento ideal para un combate. Pero desde que el mundo es mundo, nada ni la presencia del Hombre sobre ellas podrá evitar que una Venenosa y una Cazadora solucionen sus asuntos particulares.

El primer choque fue favorable a la cobra real: sus colmillos se hundieron hasta la encía en el cuello de Anaconda. Esta, con la maravillosa maniobra de las boas de devolver en ataque una herida casi mortal, lanzó su cuerpo adelante como un látigo y envolvió en él a la Hamadrías, que en un instante se sintió ahogada. La boa, concentrando toda su vida en aquel abrazo, cerraba progresivamente sus anillos de acero; pero la cobra real no soltaba presa. Hubo aún un instante en que Anaconda sintió crujir su cabeza entre los dientes de la Hamadrías. Pero logró hacer un supremo esfuerzo, y este postrer relámpago de voluntad decidió la balanza a su favor. La boca de la cobra, semiasfixiada, se desprendió babeando, mientras la cabeza libre de Anaconda hacia presa en el cuerpo de la Hamadrías. 

Poco a poco, segura del terrible abrazo con que inmovilizaba a su rival, su boca fue subiendo a lo largo del cuello, con cortas y bruscas dentelladas, en tanto que la cobra sacudía desesperada la cabeza. Los 96 agudos dientes de Anaconda subían siempre, llegaron al capuchón, treparon, alcanzaron la garganta, subieron aún, hasta que se clavaron por fin en la cabeza de su enemiga, con un sordo y larguísimo crujido de huesos masticados.

Ya estaba concluido. La boa abrió sus anillos, y el macizo cuello de la cobra se escurrió pesadamente a tierra, muerta.

-Por lo menos estoy contenta... -murmuró Anaconda, cayendo a su vez exánime sobre el cuerpo de la asiática.

Fue en ese instante cuando las víboras oyeron a menos de cien metros el ladrido agudo del perro.

Y ellas, que diez minutos antes atropellaban aterradas la entrada de la caverna, sintieron subir a sus ojos la llamarada salvaje de la lucha a muerte por la selva entera.

-¡Entremos! -agregaron, sin embargo, algunas.

-¡No, aquí! ¡Muramos aquí! -ahogaron todas con sus silbidos. Y contra el murallón de piedra que les cortaba toda retirada, el cuello y la cabeza erguidos sobre el cuerpo arrollado, los ojos hechos ascua, esperaron.

No fue larga su espera. En el día aún lívido y contra el fondo negro del monte, vieron surgir ante ellas las dos altas siluetas del nuevo director y de Fragoso, reteniendo en traílla al perro, que, loco de rabia, se abalanzaba adelante.

-¡Se acabó! ¡Y esta vez definitivamente! -murmuró Ñacaniná, despidiéndose- con esas seis palabras de una vida bastante feliz, cuyo sacrificio acababa de decidir. Y con un violento empuje se lanzó al encuentro del perro, que, suelto y con la boca blanca de espuma, llegaba sobre ellas. El animal esquivó el golpe y cayó herido sobre Terrífica, que hundió los colmillos en el hocico del perro. Daboy agitó furiosamente la cabeza, sacudiendo en el aire a la de cascabel; pero ésta no soltaba.

Neuwied aprovechó el instante para hundir los colmillos en el vientre del animal; mas también en ese momento llegaban los hombres. En un segundo Terrífica y Neuwied cayeron muertas, con los riñones quebrados.

Urutú Dorado fue partida en dos, y lo mismo Cipó. Lanceolada logró hacer presa en la lengua del perro; pero dos segundos después caía tronchada en tres pedazos por el doble golpe de vara, al lado de Esculapia.

El combate, o más bien exterminio, continuaba furioso, entre silbidos y roncos ladridos de Daboy, que estaba en todas partes. Cayeron una tras otra, sin perdón -que tampoco pedían-, con el cráneo triturado entre las mandíbulas del perro o aplastadas por los hombres. Fueron quedando masacradas frente a la caverna de su último Congreso. Y de las últimas cayeron Cruzada y Ñacaniná.

No quedaba una ya. Los hombres se sentaron, mirando aquella total masacre de las especies, triunfantes un día. Daboy, jadeando a sus pies, acusaba algunos síntomas de envenenamiento, a pesar de estar poderosamente inmunizado.

Había sido mordido 64 veces.

Cuando los hombres se levantaban para irse, se fijaron por primera vez en Anaconda, que comenzaba a revivir

-¿Qué hace esta boa por aquí? -dijo el nuevo director-, No es éste su país. A lo que parece; ha trabado relación con la cobra real, y nos ha vengado a su manera. Si logramos salvarla haremos una gran cosa, porque parece terriblemente envenenada. Llevémosla. Acaso un día nos salve a nosotros de toda esta chusma venenosa.

Y se fueron, llevando en un palo que cargaban en los hombros, a Anaconda, que, herida y exhausta de fuerzas, iba pensando en Ñacaniná, cuyo destino, con un poco menos de altivez, podía haber sido semejante al suyo.

Anaconda no murió. Vivió un año con los hombres, curioseando y observándolo todo, hasta que una noche se fue. Pero la historia de este viaje remontando por largos meses el Paraná hasta más allá del Guayra, más allá todavía del golfo letal donde el Paraná toma el nombre de río Muerto -la vida extraña que llevó Anaconda y el segundo viaje que emprendió por fin con sus hermanos sobre las aguas sucias de una gran inundación-, toda esta historia de rebelión y asalto de camalotes, pertenece a otro relato.

 

- FIN -


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