Grisélida

de Charles Perrault



Páginas: [1] [2]

Cerca de la ciudad había un monasterio famoso por su antigüedad, habitado por monjas sujetas a una regla austera, y regidas por una abadesa ilustre por su piedad. Allí fue llevada la niña sin declarar su nombre ni cuna; si bien algunas preciosas alhajas que se la hallaron, indicaron que no quedarían sin recompensa los cuidados que se la prodigaran. El príncipe se entregó con más ardor que antes a los violentos ejercicios de la caza para ahogar la voz de su conciencia, que le reprendía su crueldad, y cuando volvió a presentarse delante de su esposa lo hizo con el recelo del que va a hallarse enfrente de una fiera a la que ha arrebatado sus pequeñuelos; pero Grisélida le recibió con la misma ternura y tuvo para él sonrisas tan dulces como en los mejores días de su felicidad. Tal proceder conmoviole, mas logró la desconfianza dominarle; y dos días después, queriendo sujetar a su esposa a más rudas pruebas, le dijo con fingido sentimiento que su hija había muerto.

Tan funesto fue el efecto producido por la terrible nueva, que el príncipe sintió por un instante el vehemente deseo de poner término al dolor de Grisélida diciéndola que la noticia era inexacta; pero siempre desconfiado, quedaron vencidos los nobles ímpetus de su corazón. La infeliz princesa procuró hacerse superior a sus penas y mostrarse cada vez más amante con su marido.

Quince años transcurrieron sin que nada turbase la paz perfecta en que vivían, mostrándose ambos igualmente cariñosos, luego si alguna vez el príncipe la contrariaba era para mostrarse después más enamorado; y mientras tanto creció la joven princesa, hermosa, reflexiva, dulce, candorosa, vivo retrato de su encantadora madre, a cuyas cualidades reunía las nobles de su ilustre padre. Viola por casualidad un joven cortesano, de alta prosapia, superando a la cuna la belleza y los dotes, y de ella enamorose locamente. Adivinó la princesa el amor que inspiraba, y transcurrido algún tiempo, también ella acabó por enamorarse. Quiso la casualidad que el príncipe hubiese fijado la atención en el joven y deseara casarlo con su hija; pero siempre desconfiado, se propuso ponerle a prueba y discurrió de la siguiente manera:

-Quiero hacerles dichosos casándoles, pero antes es necesario que la zozobra y el temor les hagan apreciar en todo su valor su felicidad. Al mismo tiempo realzaré por medio de la piedra de toque del sufrimiento la paciencia de mi esposa, no ya, como hasta el presente, para tranquilizar mi loca desconfianza, puesto que no me es posible dudar de su amor, sino para que su bondad, su dulzura, su admirable prudencia brillen a los ojos de todo el mundo y todos la respeten al admirar sus nobles y extraordinarias cualidades.

Inmediatamente manifestó a la corte que habiendo muerto la hija nacida de su matrimonio, que calificó de loco, y no teniendo, por lo tanto, sucesión, quería tomar esposa de ilustre cuna para asegurar un sucesor al Estado, añadiendo que la futura princesa había sido educada en un convento.

Terrible fue la nueva para los jóvenes amantes. El príncipe dijo acto seguido a Grisélida que era necesaria la separación para evitar mayores desgracias, pues indignado el pueblo de su humilde cuna le obligaba a contraer más ilustre alianza.



-Es necesario, añadió el príncipe, que volváis a vuestra cabaña, vistiendo antes las ropas de pastora que he mandado prepararos.

La princesa oyó pronunciar su sentencia procurando mostrarse resignada y sin despegar los labios para quejarse; y si bien hizo grandes esfuerzos para que su rostro permaneciese tranquilo, no pudo impedir que gruesas lágrimas rodasen por sus mejillas.

-Sois mi marido y señor, le dijo lanzando un suspiro y próxima a desmayarse, y por terribles que sean vuestras palabras, he de demostraros que nada me es tan querido como la obediencia cuando de vuestras órdenes se trata.

Inmediatamente después retirose a sus habitaciones, y despojándose de sus ricos trajes, con la frente serena y sin murmurar, volvió a vestir el de pastora. Luego dijo al príncipe:

-No puedo alejarme de vuestro lado sin que me perdonéis por no haber sabido satisfacer todos vuestros deseos. Nada me importa la miseria, pero no puedo acostumbrarme a la idea de vuestro desprecio. Perdonadme y viviré contenta en mi pobre cabaña, sin que jamás disminuyan el respecto y el amor que os profeso.

Tanta sumisión y grandeza de alma reveladas debajo de un humilde traje, impresionaron con fuerza al príncipe, que sintiendo avivarse la llama de su pasión tan fuerte como en los primeros días, dio un paso para abrazar a Grisélida; pero se contuvo deseoso de no ceder hasta el último momento, y contestó con acento duro:

-He dado al olvido lo pasado. No me disgusta vuestro arrepentimiento. Podéis iros.

Fuese Grisélida, apoyada en el brazo de su padre, que también había vuelto a tomar sus humildes vestidos, derramando ambos en silencio amargas lágrimas.

-Volvamos a nuestra cabaña, le dijo Grisélida, y abandonemos sin pesar la pompa de los palacios. No hay tanta magnificencia en nuestra pobre morada, pero en cambio nos brinda con la tranquilidad y con la paz.

Apenas hubo llegado a la casita donde nació, volvió a hilar y a apacentar su rebaño, sentándose a orillas del arroyo donde por primera vez la había visto el príncipe. Con frecuencia levantaba los ojos al cielo para pedirle que colmara de dichas, riquezas y gloria a su esposo. El príncipe mandó llamarla y le dijo:

-Grisélida: quiero que la princesa con quien me caso esté contenta de vos y de mí. Mañana es la boda y os ordeno que me ayudéis para que nada turbe su alegría y sepa cuáles son mis deseos a fin de que pueda complacerme. Dispondréis sus habitaciones, teniendo en cuenta que se trata de una joven princesa a la que amo tiernamente; y para que os convenzáis de que es digna de mi cariño, quiero que la admiréis.

Vio Grisélida a la joven y pareciole que veía a la aurora, sintiendo su corazón afectos tan dulces como inexplicables. Al ver aquel hermoso rostro recordó los días felices que ya habían pasado, y murmuró:

-Si mi hija no hubiese muerto sería tan bella como ella y tendría su edad.

Este recuerdo de madre despertó en su pecho tal amor por la joven, que dijo al príncipe con acento conmovido:

-Permitidme, señor, os indique que esta encantadora princesa que va a ser vuestra esposa, educada en medio de todos los regalos, no podrá vivir a vuestro lado como yo he vivido, sin que la muerte ponga término a vuestra felicidad. Nacida en humilde cuna, todo lo he sufrido; pero una palabra dura o seca a ella la mataría.

-Cuidad de lo que os importa, le contestó el príncipe con rudeza, y cumplid mis órdenes. No consiento que una pastora me recuerde mis deberes.

A estas palabras Grisélida bajó los ojos sin pronunciar palabra.

Invitada la corte a la boda, todas las damas y todos los caballeros se reunieron en un magnífico salón. Presentose el príncipe, y les dijo:

-Muy engañadora es la esperanza, pero aún lo es más la apariencia, y si alguien lo duda pronto se convencerá de cuán cierto es lo que digo. Todos estáis convencidos de que rebosa contento el corazón de la joven princesa que va a ser mi esposa. Apariencia engañadora. Creéis que este joven, valiente en batallas, de ilustre estirpe, ve con satisfacción la boda de su príncipe. Apariencia engañadora. Suponéis que Grisélida llora en estos momentos presa de la mayor desesperación. Apariencia engañadora también, pues Grisélida inclina la cabeza ante la voluntad de su señor y nada ha podido agotar su paciencia. Por último, no hay entre vosotros quien no tenga la íntima convicción de que esta boda ha de ser el remate de mi felicidad. Otra apariencia engañadora. Difícil os parecerá el enigma, pero pronto lo comprenderéis. Sabed que la encantadora princesa es mi hija y la doy en matrimonio a este joven caballero que la ama entrañablemente y cuyo amor es correspondido; sabed también que, conmovido por la paciencia y cariño de la fiel esposa a quien he arrojado indignamente de este palacio, le abro mis brazos y mi corazón con el propósito de hacerla olvidar con mi ternura cuentas penas le ha ocasionado mi carácter receloso; y si mucho estudio puse en disgustarla para someterla a continuas y difíciles pruebas, mayor será mi afán por hacerla feliz. Si las generaciones venideras recuerdan los sufrimientos, que no lograron abatir su corazón, también recordarán su virtud.

Estas palabras devolvieron la alegría a algunos semblantes velados por la tristeza. La joven princesa, loca de contento al saber quién era su padre, arrojose a sus pies; y el príncipe la obligó a levantarse, la abrazó, cubriola de besos y luego la llevó a su madre, que creyó morir de alegría; pues aquel corazón que no se había rendido a tantas penas, difícilmente pudo soportar tan extremado júbilo al ver llena de vida a su hija querida, a la que no había cesado de llorar creyéndola muerta.

-Tiempo te quedará, le dijo el príncipe, para dar expansión a los sentimientos de tu alma. Ahora ponte los vestidos que tu rango exige y vamos a celebrar las bodas de nuestra hija.

 

Celebrado inmediatamente el matrimonio de los jóvenes novios, las fiestas se sucedieron a cuál más espléndidas; y en la ciudad y en la corte sólo se habló durante mucho tiempo de la paciencia y de la virtud de Grisélida, que sin cesar había resistido tan duras pruebas, mereciendo los elogios y la admiración de todos.

- FIN -


¿Qué opinas de este texto?


Escribir comentario

Comentarios: 0