Lo ojos de Judas

de Abraham Valdelomar



Páginas: [1]  [2]  [3]  [4]

- V -

Desperté con la idea de la mujer que había visto al dormirme, pero en vano la buscaron mis ojos, no estaba por ninguna parte. Seguramente había dormido mucho, y durante mi sueño, la desconocida, que tenía un vestido blanco, había podido recorrer toda la playa. Observé, sin embargo, los pasos que venían por la orilla. Menudos rastros de mujer que el mar había borrado en algunos sitios, circundaban el lugar donde yo me había dormido y seguían hacia el puerto.

Pensativo y medroso no quise avanzar a San Andrés. El sol iba a ponerse ya, y restregándome los ojos, siguiendo los rastros de la desconocida, emprendí la vuelta por la orilla. En algunos puntos el mar había borrado las huellas, buscábalas yo, adivinándolas casi, y por fin las veía aparecer sobre la arena húmeda. Recogí una conchita rara, la eché en mi bolsillo y mi mano tropezó con un extraño objeto. ¿Qué era? Una medalla de la Purísima, de plata, pendiendo de una cadena delgada, larga y fría. Examiné mucho el objeto y me convencí de que alguien lo había puesto en mi bolsillo. Tuve una sospecha, la mujer; quise arrojarle, pero me detuve.

Guardé la medalla y cavilando en el hallazgo, llegué a casa cuando el sol se ponía. Mi curiosidad hizo que callara y ocultara el objeto; y al día siguiente, martes de Semana Santa, a la misma hora, volví. El mar durante la noche había borrado las huellas donde me acostara la víspera, pero aproximadamente elegí un sitio y me recosté. No tardó en aparecer la silueta blanca. Sentí un violento golpe en el corazón y un indecible temor. Y sin embargo tenía una gran simpatía por la desconocida que vestida de blanco se acercaba.

El miedo me vencía, quería correr y luchaba por quedarme. La mujer se acercaba cada vez más. Me miró desde lejos, quise irme aún; pero ya era tarde. El miedo y luego la apacible mirada de aquella mujer me lo impedían. Acercóse la señora. Yo, de pie, quitándome la gorra le dije:

–Buenas tardes, señora...

–¿Me conoces?...

–Mamá me ha dicho que se debe saludar a las personas mayores... La señora me acarició sonriendo tristemente y me preguntó:

–¿Te gusta mucho el mar?

–Sí, señora. Vengo todas las tardes.

–¿Y te quedas dormido?...

–¿Usted vino ayer señora?...

–No; pero cuando los niños se quedan dormidos a la orilla del mar, y son buenos, viene un ángel y les regala una medalla. ¿A ti te ha regalado el ángel?...

Yo sonreí incrédulo; la dama lo comprendió, y conversando, perdido el temor hacia la señora vestida de blanco, cogido de su mano, emprendí la vuelta a la población.

Al llegar a la plazuela del Castillo, vimos unos hombres que levantaban una especie de torre de cañas.

–¿Qué hacen esos hombres? -me preguntó la señora.

–Papá nos ha dicho que están preparando el castillo para quemar a Judas el sábado de gloria.

–¿A Judas? ¿Quién te ha dicho eso? Y abrió desmesuradamente los ojos.

–Papá dice que Judas tiene que venir el sábado por la noche y que todos los hombres del pueblo, los marineros, los trabajadores del muelle, los cargadores de la Estación, van a quemarlo, porque Judas es muy malo... Papá nos traerá para que lo veamos...

–¿Y tú sabes por qué lo queman?...

–Sí, señora. Mamá dice que lo queman porque traicionó al Señor...

– ¿Y no te da pena que lo quemen?...

–No, señora. Que lo quemen. Por él los judíos mataron a nuestro Señor Jesucristo. Si él no lo hubiese vendido, ¿cómo habrían sabido quién era los judíos?...

La señora no contestó. Seguimos en silencio hasta la población. Los hombres se quedaron trabajando y al despedirse la señora blanca me dio un beso y me preguntó:

–Dime, ¿tú no perdonarías a Judas?...

–No, señora blanca; no lo perdonaría.

La dama se marchó por la orilla oscura y yo tomé el camino de mi casa. Después de la comida me acosté.